Resistencia en el flanco débil

septiembre 23, 2014

Pinocho y la lumbre





    Literatura infantil. Reflexiones sobre la literatura para niños. Y niñas. Y niños. Y gente por lo general menuda de ambos sexos pero con la supervisión de un adulto. Dos puntos:

    En antiguamente la literatura infantil no era para enseñar valores morales a los niños, qué va. En antiguamente los niños que tenían acceso a la literatura para niños eran niños de buena cuna todos, de padres con posibles casi siempre de derechas o al menos siempre lo justo reaccionarios, y esos niños, sus hijos, los hijos de los derechones, se entiende, venían siempre, además de con el pan de oro, con los valores morales bajo el sobaco. Así que no. En antiguamente la literatura infantil no era otra cosa que un pretexto para darle uso, lustre y vidilla a la chimenea esplendorosa del caserón: ¡Venid, hijos míos, que os voy a leer un cuento al calor del fuego del sudor de la frente del esclavo proletariado!

    En modernamente, en cambio, los valores morales los enseñan todos, del primero al último, Maese Wert, con la inestimable ayuda del sin par buddy compi don Gallardonazo (ese dúo de cómicos), de modo que la literatura infantil ya no tiene otro objeto que el de sustentar las barrigas y las papadas de los popes del Negocio del Libro, entiéndase editores & distribuidores & libreros: ¡Venid, hijos míos, a desenvolver todos los tochanacos Stiltons majotes que os he comprado estas navidades, y luego os volvéis a reenganchar al Internete, copón!

    A pesar de ello, la literatura infantil, la literatura para niños y enanos coñones, tanto la de en antiguamente como la de en modernamente, está repleta de reconvenciones, lecturas de cartilla y moralinas recalcitrantes. Digamos, pues, que la moralina es a la literatura infantil como el valor al soldado: no sólo se le supone, también se le espera. Y si no, nos enfadamos...

    Es por ello que Pinocho, del don Carlo Collodi, si es que hay que leerlo... Y repito: "Si es que hay que leerlo", si no queda otra que leerlo, mecachis, en fin... en ese caso hay que leerlo sí o sí en la edición de Alianza Bolsillo, con prologuillo de don Sánchez "Jarama" Ferlosio, en el cual ya desde la primera página nos pone las verdades negro sobre blanco y sin ambages: Pinocho es una puta mierda reaccionaria y el único momento chupi es cuando cogen al muñecajo de marras y lo ajorcan del pino más alto... Toma ya. Eso. Ahí. Bien... (Si es que tenéis a bien mirar el principio y el arribade ésta mi bienintencionada a la par que intempestiva recensión podréis observar en la cubierta de la dicha edición cómo no sólo aparece el nombre del traductor de la cosa, lo que de por sí ya es asaz inusual, ¡sino que además figura con el mismo cuerpo de letra que el del autor! Esto sólo puede haber sido un a próposito, no sabemos si con nocturnidad, pero sí desde luego todo ello entera alevosía).

    Ahora vamos con la repetición de la jugada, por si a alguien se le ha escapado detalle y no tiene acceso a iutub. La cosa fue tal que así:

Señor Alianza: ¡Hombreee!, ¡Rafa, qué alegría verte! ¡Cuánto tiempo, coño!

Rafa Ferlosio: Ya ves...

Señor Alianza: ¡Bueno qué!  ¡Cómo va todo, hostia puta! ¿Qué te cuentas jachondón?

Sánchez Fer: Pues ná... Por aquí... Tirandillo...

Señor Alianza: Jajaja... ¡Qué tío, qué tío!... ¡Oyes, contigo quería yo hablar, joder! Estooo... ¿Por qué no me escribes un prólogo pal Pinocho?, que lo tengo en el horno y a puntito de salir. Te doy tres mil pesetas.

Don Ca$h: ¿Tres mil dices?

Señor Alianza: Sí, tío, tres mil. Más no puedo, que la cosa anda flojarucha. Pero ojo, tres mil pesetas de las de antes, de cuando había Dios, no la mierda esa de euros que corren por ahí...

Mr. Alfanhuí: Bueno. Pues que sean tres mil, pues. Te lo hago... Pero que conste que voy a decir que el Pinocho es una puta mierda y el Collodi un cura cagón de las narices. Eso es innegociable...

Señor Alianza: Jajaja ¡Qué tío, Rafa! ¡Qué jachondo eres, la leche! Tú tranqui, hombre, escribe lo que te salga de la punta del nabo, que total esto es España y aquí no lee ni Cristo.

    Fin.

septiembre 19, 2014

Poemas perdidos del soldado Froelich


"Alfred Froelich era un muchado tímido, de apariencia enfermiza. Sin embargo, había resistido como cualquiera las penalidades del cerco.

Alfred Froelich era escribiente de un municipio de Renania. Le gustaba mucho leer. Siempre llevaba un tomo de poesías en el bolsillo de la guerrera. Era un tomo de poesías de Rainer Maria Rilke, que él leía casi a escondidas, cuando estaba solo y nadie le molestaba.

Alfred Froelich era taciturno y solitario. Se veía en seguida que era un hombre con vida interior intensa.

No era demasiado amigo de bromas, pero no se hacía, sin embargo, antipático.

Se había batido como los buenos a lo largo de todos los combates. Sin alharacas, pero honradamente, virilmente, Alfred Froelich había cumplido con su deber a la hora de la verdad.

Ahora, Alfred Froelich había caído herido gravemente.

- Una bala le ha puesto las tripas al aire -me dijo sombríamente el comandante Spiedel-. Me ha dicho que quiere verle, Weest, que quiere hablar con usted.

Alfred Froelich estaba tumbado en un rincón del "bunker". Los soldados que había allí dentro no se preocupaban demasiado de él. Uno dormitaba. Otro intentaba dormitar. Otro se rascaba parsimoniosamente la espalda. Otro miraba al vacío...

- ¿Me querías hablar, Alfred?

El muchacho estaba pálido, de un pálido enfermizo, cerúleo. Se apretaba el vientre convulsivamente con ambos brazos, y, por entre las manos, a través de la sucia guerrera destrozada, asomaban, viscosas y azuladas, sus tripas apenas ensangrentadas.

Me acerqué y me arrodillé a su lado. Intenté sonreír, pero no pude, creo que no pude. Mi sonrisa debía de ser más bien una ridícula y falsa mueca amable.

- Dime, amigo, ¿qué deseas?

Alfred me miró al fondo de los ojos. Me sentí estremecer al contacto indefinible de aquella mirada penetrante y angustiada.

- Voy a morir, sargento, y quiero pedirle un favor...

- Lo que quieras, Alfred, pero no vas a morir.

- Sí, voy a morir, y es mejor que así sea. Sufro mucho, sargento.

De pronto, tosió y el tronco se le encogió hacia el vientre con un espasmo terrible. Tardó unos instantes en reponerse. Estaba sumamente pálido.

- Calma, amigo, calma. No te esfuerces.

Alfred hizo acopio de fuerzas. Se le veía que hacía un supremo esfuerzo para seguir hablando.

- Quiero que, si usted sale de ésta, vaya a mi pueblo...

Las fuerzas le faltaban y tuvo que descansar. Cada vez se apretaba con más fuerza el vientre y cada vez se le salían más los intestinos por entre los dedos...

- Yo nací en...

Me dijo un pueblecito de Renania.

- Allí vive todavía mi madre. Es viuda. No tenía más hijo que yo. Ella es ya muy viejecita. Dígale, sargento, que me ha visto morir tranquilamente, que no he sufrido nada al morir. No le diga que me han herido. La pobre se asustaría...

La voz de Alfred se hacía por momentos más delgada, pero seguía siendo perfectamente inteligible...

- Dígale, sargento, que he muerto de una pulmonía. No es extraño que uno muera aquí de una pulmonía, ¿verdad? Hace tanto frío. Ella se lo creerá.

Quería decirle a Alfred alguna palabra de consuelo. Pero no me salía ninguna. En cambio, notaba que se me nublaban los ojos y que no podía remediarlo. Sentí de repente una gran rabia contra mí mismo.

- No se apene, sargento. Esto de morir es cosa de hombres. No importa que uno muera aquí o allá, de esto o de lo otro...

-¡Alfred, Alfred, qué valiente eres!

Alfred intentó sonreír.

- Todos aquí hemos sido valientes a la fuerza, sargento. Eso no tiene importancia. La valentía no es más que una palabra. Uno puede parecer valiente hoy y cobarde mañana. La valentía no existe, sargento... Lo único que existe es la muerte.

- ¡Pero tú no morirás, Alfred!

Afuera empezó a tronar el cañón.

- Ojalá fuera yo el último muerto, sargento... ¡Morirán tantos todavía! Lo que apena es morir cuando uno podía seguir viviendo todavía...

El cañoneo empezaba a resultar ensordecedor.

- ¿Verdad, sargento, que irá a ver a mi madre?

- Te lo prometo, Alfred.

- Mire, sargento, aquí, en este bolsillo de la guerrera, llevo un tomo de poesías de Rilke. Dentro van unas poesías manuscritas mías. Entrégueselo todo a mi madre...

De pronto, las facciones de Alfred Froelich se quedaron tensas. Su cara parecía una máscara trágica. Después, un segundo después, la cabeza se le dobló sobre el pecho y su cuerpo resbaló por la pared sobre la que estaba apoyado de espaldas, cayendo suevamente hacia el suelo del "bunker".

Fui a ver a la madre de Alfred cuando me liberaron los rusos, cuatro años después. Pero la madre de Alfred Froelich hacía ya tres años y pico que había fallecido.

El manuscrito con las poesías de Alfred y el libro de poemas de Rilke lo perdí en las ruinas de Stalingrado, en los momentos de la gran desbandada."



Yo estuve en Stalingrado
Hans Weest