Resistencia en el flanco débil

febrero 18, 2014

Doctorado en Paleontología



Cuando despertó el dinosaurio no sólo seguía allí, mucho peor que eso, también se hallaban de cuerpo presente su padre, su madre y tres de sus cuatro abuelos, así como, sí, cierto, oyen bien, leen bien, a su vista no le ocurre nada —conque ahórrense la visita al oculista para el año que viene—, las siete novias de sus siete hermanos —del dinosaurio inicial—, los siete hermanos —y pacientes maridos— también allí, cada uno junto a un otro, en fila y casi diría que formando, así hasta llegar al mágico y simbólico y nada suertudo, esta vez, número de siete mandíbulas terribles. Y sus hijos, ah sí, por supuesto, también sus hijos, y los hijos de esos hijos, tan grandísimo porcentaje de ellos bastardos, pues bien sabido es que la reptil siempre fue una especie menos dada al matrimonio ortodoxo que al concupiscente concubinato, y además a las misiones evangelizadoras el Jurásico es algo que históricamente siempre le cayó muy lejos... Y todos ellos, ristra de quijadas monstruosas, ejército de carnívora devastación, lo miraban de hito en hito, si es que esta expresión aún se puede escribir, lo miraban fieros y salvajes y con el ceño fruncido. ¿Pueden los dinosaurios tener ceño? Y lo que es de mayor importancia; de tenerlo, ¿pueden en verdad fruncirlo? Desde los traductores de Isaac Asimov al castellano sabemos que cualquier maldita cosa viviente, en éste o en cualesquiera otros universos paralelos, puede —y debe— fruncir el ceño. Aunque cualquiera sabe, tal vez estaríamos ante una encrucijada espinosa, echada a perder en el barro de los apriorismos. 

En cualquier caso demos por zanjada la disputa y señalemos que todos ellos, con sus miradas afiladas y sus ceños fruncidos, permanecían allí, acechantes y, cabe decir, armados hasta la dentadura indecible: con arcos, con ballestas, con cuchillos, con navajas y picas y facas de hojas y puntas nada edificantes, amén de, en efecto, sí, siguen oyendo y leyendo bien, todo tipo de carabinas de repetición y ametralladoras pesadas. 

Resulta curioso, pues, del todo llamativo, pues, a todos los efectos extraordinario y hartísimo peculiar, pues, constatar que su primer y último pensamiento ante tan absurda coyuntura e irreal imagen, recién salido de la siesta vespertina, la de, no lo olvidemos, una cohorte de reptiles antediluvianos dispuesta a hacerlo picadillo a la primera oportunidad, fuese a la par tan suspicaz como peregrino: «¿Lagartos con dedos prensiles y pulgares oponibles? ¡Dónde se ha visto semejante maldita cosa, demonio!». 

Acto seguido no le quedó otra que empezar a correr todo lo de sí que le dieron las piernas, por supuesto en vano…

febrero 17, 2014

Médula de la sombra


Felix Feneon at the Revue Blanche (1896) de Felix Vallotton


"18.III 1912. Yo era sabio, si se quiere, porque en todo momento estaba dispuesto a morir, pero no porque hubiese llevado a cabo todo lo que se me había impuesto hacer, sino porque no había hecho nada de eso ni sería capaz de hacerlo nunca."

Franz Kafka, Diarios

febrero 08, 2014

Juan Rulfo o el Páramo Omnímodo




    Juan Rulfo. «Pedro Páramo». La Rehostia... Repito: LA REHOSTIA.


    Lo primero que hace uno tras ventilarse esta novelilla maestra, «Pedro Páramo», de don Rulfo, Juan, es volver inmediatamente a leer «Pedro Páramo». De una tacada. De una sentada. Vaya que sí. Acabáramos.


    ¿Por qué hay gente tan gili en el mundo que lee otros libros antes de haber leído Pedro Páramo al menos dos veces en su torticera vida? ¿Por qué yo mismo he sido tan gilipuertas hasta hace tan poco tiempo? Misterios idiocios...


    Ahora no hago más que imaginarme al pobre don Rulfo, Juan, los años posteriores a escribir esta obra maestra de no llega a 200 páginas. ¿Qué hacía? ¿Cómo coño pasaba el día? ¿Cómo fueron aquellos años? ¿De verdad siguió intentando escribir más libros? ¿Si él debía saber perfectamente que ya no había más libros? Que ya no había más nada que sacarse de la chistera porque todo estaba ya allí, en «Pedro Páramo», no llega a 200 páginas de incombatible literatura.


    Me imagino al pobre hombre intentando engañar durante años y más años a los editores tabarra, a los periodistas tabarra, a las mujeres fan fanáticas tabarra: «No, sabe usted, pues ando nomás trabajando en una nueva novela... se titula ansina, antes se titulaba de esta otra ansina manera, pero ya no, ahorita se titula ansina y mañana ya veremos cómo carajo la intitulo, pero yo pienso que ya casi está, si me dejan en paz, pendejos, a lo mejor este año merito me sale, o quizá el que viene, o el de detrás, cuando ya no se titule ansina, sino ansina, como a mí me salga de la punta del tilcuate, sabe usted...»


   Pero en realidad él sabía que todo estaba ya en ese condenado libro. Que incluso todos sus cuentos del «Llano en llamas» no habían sido sino una especie de calentamiento y estiramiento y preliteratura del músculo escribidor para poder llegar hasta «Pedro Páramo», y que después de éste sólo quedaba pues eso mismo, el inmenso páramo de los muchos años sin más nada que manuscribir. Toda la vida y sobre todo la muerte, sobre todo eso, la muerte de la vida y la vida de los muertos de una nación maldita y condenada para siempre están en las apenas 200 páginas de «Pedro Páramo»: «aquel rencor vivo que se desmoronó como si fuese un puñado de piedras»... La pelambre como escarpias sólo de recordarlo.


    Y es que cuando no se tiene nada que decir lo más honesto es no empuñar la pluma. Y cuando todo lo que había para decir ha sido dicho, entonces lo más honesto es enterrar la pluma en la honda tierra, para que no vuelva a abrir la bocana.


    De esto, por ejemplo, pudo haber tomado don Gabo Márquez buena nota, por un poner ejemplos tan urticantes como clarificadores, que en su fuero interno él bien debió saber que después de sacarse algo tan enorme y ciclópeo y acojonante como «Cien años de soledad» de la mollera, por fuerza lo más honesto era plantarse. 


    Pero de todo tiene que haber en este valle de lágrimas. Visto está.

febrero 05, 2014

Desapareciendo


The Open Door (1945), León Spilliaert


Le empujaron dentro, contra el muro. Quiso salir, al segundo se giró hacia la puerta, pero ya no había puerta. Miró en derredor, asustado, todo estaba oscuro. Una oscuridad que hedía a tierra quemada. Un miasma de tierra quemada invadiendo todo su ser, descolgándosele desde la garganta. Aunque todo eso también desapareció pronto; primero quedó anósmico, luego quedó ciego. En un par de segundos la oscuridad lo había infectado de tiniebla. Quiso gritar pero sus cuerdas vocales pendían flácidas del paroxismo de su miedo. No podía respirar, le faltaba el aire, que ya no llegaba, le faltaba el alma, vaporizada. ¿Se asfixiaba? Ya no, quizá un instante antes, pero no ahora. Nunca más. Sintió con los muchos sextos sentidos de las vísceras y de las tripas. Sintió un morir, un rápido disiparse en lo adentro de las costillas, que dejaron de dar fuelle a un aliento que ya no existía, porque ya toda la oscuridad la sabía como un ubicuo e inifinito magma de cosmos desconectado. Quiso entonces patear la nada con rencor afiebrado... sus piernas eran una línea muerta, no respondían. Quiso entonces arrancarse la cabeza con las manos desesperadas. Ya no estaban. ¿Acaso quedaba aún una cabeza que reventar contra el muro de silencio? Todo se desvanecía en el umbral de su pensamiento, el agua sucia de una noche lluviosa deslizándose hacia el submundo de la alcantarilla. Había muerto. No. Estaba muriendo. No. Estaba desapareciendo. Quiso no pensar más, blindar su mente, última ciudadela de cuanto fue, a resguardo de su propia cabeza borradora, pero fue en vano, el mal, la peste, el absurdo ya estaban arrasando Troya. Todos sus recuerdos e imágenes fueron entregados al fuego líquido de la negrura. Su nombre. Su nombre y los nombres de quienes habían sido su vida fueron los últimos ajusticiados. Después silencio... Después, un silencio terrible y magnético. La gran nada. El gran océano. Los segundos, descabezados de su lexema, podían alargarse evos. Y así. Poco a poco, segundo a segundo, eternamente, sus últimos destellos fueron cayendo del otro lado del sentido, desgranándose y desangrándose sobre la orilla umbría, desierto sin dunas, mar sin mareas. Fue entonces, no sabremos cuándo pero entonces, el destello fugaz de su pensamiento último se soldó sobre sí...