Resistencia en el flanco débil

diciembre 31, 2012

Crónicas Marcianas de Ray Bradbury


 


    Cabe iniciar este exabrupto con el detalle poco intrascendente de que antes de ponerme a escribir este exabrupto he estado mis buenos diez minutos buscando portadas de «Crónicas Marcianas» en el Internet. Ediciones en inglés, ediciones en francés, ediciones en italiano, en deutch,  en catalufo, checo, ruso, latín, arameo, griego clásico y hasta en esperanto. Hay semejante cantidad de portadas chulisisímas de este libro  milagroso danzando por ahí que no he sabido por cuál decantarme... Así que al final he optado por la más fea, que es, no lo dudéis, ésta que os pongo, la de Minotauro, en cualquiera de sus versiones y sucesivas ediciones, y después a la zaga le sigue en feúra y mal hacer diseñual la actual de Planeta (léase, Minotauro fagocitada por el clan Lara), que cualquiera de vosotros que ahora me leéis y no lo tenéis, empero, haríais bien en adquirir para vuestras palúdicas bibliotequillas.

    Se impone decir que no tengo el más mínimo reparo o escrúpulo en reconocer que hasta el día de hoy este libro milagroso no lo compraba la gente para sí, ni lo compraba para regalo, ni lo compraba para quemarlo por el libro mismo, el libro en sí, es decir, por su calidad intrínseca e irrefutable, sino que lo adquirían, como pasa con todo libro prologado por Jorge Luis Borges, por eso mismo, porque estaba prologado por el ciego Borges. Una de tantas injusticias y esnobismos del mundo libresco y literaturesco... Confío, sin embargo, que después de mi aportación de hoy, éste mi exabrupto de hoy, la gente enviará al cegarruto porteño a tomar por el saco y, en efecto, sí, esta vez sí, oh Dios mío di que sí, agotarán todos los ejemplares disponibles en el mercado de este libro milagroso por lo que en realidad es: una entrañable defensa de la fantasía.

    También albergo la esperanza de que el impacto de este opúsculo mío,  este exabrupto mío bradburyano, bradburyense, bradburnyego, consiga que la gente se lea el libro y deje de hacer lo que generalmente hace con todos los libros prologados por el cegarruto Borges, que es comprarlos, lrse el prólogo, y acto seguido entregarlo al moho de sus estanterías o a la húmeda entraña del trapero de turno o la almoneda de barrio.

    ¿Por qué el bonachón de Ray Bradbury se ganó el cielo al escribir este libro (milagroso y) marciano? 

    Por un este lado: porque les dijo a los hombres; ¡eh!, mirad, sois todos una cagarruta. Os las dais de súperimportantes y no sois más que una cagarruta. Todos vuestros valores y ambiciones: gloria, poder, dinero, son una cagarruta. Y todos vuestros logros en arte, técnica y moralidad también lo son, una cagarruta completa y fetidísima. En resumen, les dijo: hombres todos, sois una especie despreciable y no merecéis otra cosa que la exterminación... Pero lo dijo, ojo, y aquí el detalle importante, sin un sólo improperio o exabrupto —es decir, no como yo—, sin una mala palabra, todo educación y sutilidad y preciosista y dulce prosa poética. ¡Eso es estilo!

    Por el un otro lado: porque les dijo a los fans fatales de lo ciencificcionero: ¡eh!, mirad, sois una mierda plastosa y patética. Os las dais de enteradillos y mesiánicos y profetas y no sois más que una mierda plastosa y patética. Y todo vuestro panteón de divinos totems del Hall of Fame: Robert Heinlein, Asimov, Clarke, Fred Hoyle etc., no son más que una mierda plastosa y patética. Y todos vuestros lugares comunes baqueteadísimos, lo HARD CF, el Sagrado Primer Contacto, lo Replicante prometeico, lo Robótico y lo Extraterrestial no son más que una mierda plastosa y patética. En resumen, les dijo: fans fatales de lo cienciaficcionero, no basta con sacar dieces en física y matemáticas, también hay que querer dar de comer a la mente condenadas buenas historias, condenadas buenas historias bien escritas, joder, cacho gaznápiros plastosos y patéticos... Pero lo dijo, ojo, y aquí el detalle esencial, sin dar un solo nombre propio, sin señalar, sin tirar una sola piedra sobre el tejado propio ni el ajeno, todo elegancia y sutilidad e imaginativa y portentosa prosa poética ¡Eso es talento! ¡Eso es saber estar!

    Nadie antes que él había utilizado poesía para hacer ciencia ficción. 

    Nadie antes que él había demostrado que la ciencia ficción podía ser poética. 

    Nadie como él demostró que la ciencia sin fantasía no sirve de nada (BMW no patrocina este exabrupto).

    Conque no me sean cagarrutas y patéticos y plastosos mierdas; lean esta maravilla los que aún no lo hicieron, reléanla los que ya lo hicieron, y regálensela a sus vástagos y pequeños sobrinos hideputas para estos reyes. 
 
    Eso no les salvará de la exterminación que se tienen tan merecida, pero hará más humana y entretenida su espera en el corredor de la extinción...
 
 

 

diciembre 29, 2012

Napoleón Bonaparte, "le petit" facedor de viudas...

 



   Hoy toca una de hostias, de batallitas guapas, de sangre a borbotones (¡ese Rafa Reig!). Se titula «La batalla». La escribió Patrick Rambaud (que no Rimbaud, ojito). Y se llevó un buen fardo de premios franceses, entre ellos la Muñeca Chochona, o sea, el Goncourt. Esto no es de extrañar, pues es una novela en la que todo, desde la pólvora hasta las boñigas de la caballería, es y huele a francés. ¡Vive La France! ¡Vive Le Cocq Esportive! Pues que vivan...

   Vencer sólo da algo de lustre y de gloria a la larga y una cantidad infame de dinero a la corta, eso de la oficialía para arriba, claro, ya que se entiende que de la oficialía para abajo, se pertenezca al ejército que se pertenezca, lo suyo es perder siempre, sí o sí, y también espicharla la mayoría de veces. La guerra es y ha sido siempre ansí.

   Pero vencer, como decía, no tiene épica. La épica, camaradas todos, está en la derrota, la debacle total, y también, por supuesto, en la retirada... ¡Eso es poesía! Por ello todos los libracos de batallitas que se precien de semejante nombre cuentan siempre el desastre y la calamidad. Da mucha más cancha. Queda más fetén.

   «La batalla» del Rambaud, Patrick, es uno de esos buenos libracos de sangre y fuego que se precian de semejante nombre.

   En concreto: este novelo narra la primera derrota de Le Petit Cabron, alias Bonaparte, y su Grande Armée, en Essling, Austria, a orillas de un Danubio que no era azul, au contraire, mon ami, que bajaba el hijo puta crecidísimo, bestiajo y asesino a más no poder, y con más barro y escoria que agua. Corría el verano del 1809, o sea que ya hacía más de un año que Goya disfrutaba de los royaltis de sus fusilamientos...

   Lógicamente, al ser Rambaud francés, no llama a Napoleón «Le Petit Cabron», esta licencia sólo se la permite el jocundo Pérez-Reverte —si ustedes son asiduos a estas letras de mierda mías, ya habrán podido comprobar que yo a Arturo lo amo y lo odia a iguales partes y ambas caras de la moneda al mismo tiempo—, que duerme, Pérez-Reverte, como decía, siempre con un ojo abierto y un arcabuz bajo la almohada, ¡voto a bríos!... De todos modos, aunque no lo llame cabrón con todas sus seis letras, no es ello óbice para que Rambaud, repito, francés y compatriota, sin llegar el exabrupto, retrate al Emperador como lo que fue: un megalomaníaco y redomado cabronaco, hacedor de viudas. Para que luego digan que a los franchutes sólo les pone el chovinismo.

   La narración batallesca está muy bien, te mete en harina, hay múltiples decapitaciones por bala de cañón y miles de desmembramientos y balazos en la sesera. Casi se sienten como propias la sensación de asfixia y desorientación en mitad del humo negro, la pólvora, la sangre y los gritos desesperados de dolor y de agonía. Mención aparte merecen los pasajes en que entran en juego los médicos de campaña, cuya obsesión no es otra que la de amputar miembros serrucho en ristre. Todo muy reconfortante y como para acompañar las comidas.

   ¡Qué tiempos aquellos, señores! ¡Qué tiempos! ¡Cuando había hombres!

   ¡Ah! Y también sale Henri Beyle, que todavía no se había convertido en Stendhal, pero ya andaba tomando notas todo el rato en la moleskine. Como en el fondo ya intuía que la Historia de la Literatura lo reclamaría para sí, el tipo se las empesca todas para estar como a tres kilómetros de la bala perdida más cercana, el muy tunante, eso sin descuidar la labor de levantarle la novia a su amigo y pintor e ingeniero de puentes-chapuza, Lejeune. Qué tipo el Stendhal este, un truhán...

   El mejor momento del novelo sucede cuando el moribundo mariscal Lannes le dice a Napoleón que acabe ya con esa guerra, que es todo un absurdo, que se dé cuenta de que ninguna masacre semejante conduce a nada... Napoleón, por supuesto, se pasa el consejo por el forro de su úlcera (¡Sacrébleu!). Luego el lucido espicha y Le Petit Cabron sigue a lo suyo, descalabrando el mundo...

   Es el instante en que vemos claro que todo gran poder lleva consigo una grandísima necedad.

   Y ya. 

 


 

Straw dogs



Cerró el libro, cansado, harto de todo menos del libro, pero cansado, cansado del libro y de no tener alternativa al libro, tirándolo sobre la cama, luego miró la nada de la pared blanca y ajena, luego cerró los ojos, ni siquiera supo preguntarse si sería capaz de llorar. En lugar de eso se preguntó por enésima vez qué demonios estaba haciendo allí, tan lejos de todo, de todos, de sí mismo. Había perdido ya la cuenta de las veces que fue incapaz de contestarse otra cosa distinta de un silencio denso, percutor. Luego quiso pensar qué haría la mañana siguiente, qué andaría haciendo, con suerte, la semana entrante. Diseñó inverosímiles horarios y mapas para unos días en los que ni siquiera confiaba, unos días que ni siquiera quería para sí, sentía que no le pertenecían desde hacía cuánto... ¿Que no se pertenecía desde cuánto tiempo atrás? Más silencio derramándose... Pese a todo, convino que ya mañana sería otro día, justo para no irse a la cama, como tantísimas noches antes que aquélla, con la íntima certeza de que se había convertido poco menos que en una bestia sin escapatoria. Otro animal atrapado en un reflejo roto. Eso. Sólo eso. Después se quedó dormido. Un sueño largo en una noche corta, sin sueños.

diciembre 18, 2012

Love Isn't in The Air

 

   Ved, amigos, lo acertado de la cubierta de este librillo menudo y esclarecedor, vean cómo el diseñador de la misma, don Ángel Uriarte, maestro enorme, nos brinda a la novia toda ella coloreada, de punta en blanco, de punta en níveo, la novia, ella entera núbil y a la par predadora, dispuesta y emperifollada y anhelando el momento del sí quiero, venga, dale vamos, que hoy es mi gran día. Y he dicho bien, he dicho a propósito, he dicho «mi gran día», no el nuestro, de los dos, la pareja, porque mirad en cambio al novio, que aún no se ha entregado al sumo sacrificio de la sagrada ceremonia y ya está negro. Negrito del todo.

  
«Noche terrible» es una masterpiece tremenda del argentino, y sin embargo amigo, Roberto Arlt, que abunda sobre los muchos contras y los apenas pros de la Sacrosanta Institución del Matrimonio. Es, por supuesto, un relato del todo intempestivo y por entero, todo él, de principio a fin, bendita misoginia. ¿Acaso, sabido su tema, podría ser de otro modo? No, no, por supuesto... Todo esto que tantas de vosotras calificaríais de perfidia y torticera incorrección —y no sin razón, por cierto tampoco le resta a la historia y al tema, sin embargo, un ápice de lucidez, esto es, de incontestable verdad.

   La noche terrible a la que hace referencia el título es la noche previa al casorio funesto, en el que el novio decide, entre sudores fríos y ominosos presagios, si a la mañana siguiente deja o no plantada  en el altar a la novia. Y pese a que yo no he parado de descojonciarme de la risa durante toda la historia, no os quepa el menor asomo de duda, nos encontramos ante una de las cumbres del Cuento de Horror. Horror PreterMarital.




diciembre 17, 2012

Tenemos que hablar del chocholoco de Katie (no me apellido Shriver)...

 


 

   «El honor perdido de Katharina Blum» es un librito pequeño pero a la vez generoso que se lee en unas horas, un libro que da mucho en muy poco tiempo, lo que, por supuesto, aumenta su valor intrínseco y debería aumentar nuestra estima extrínseca por él, también por su autor, pues libros así, autores así, nos rescatan a los bibliofrénicos un tiempo valiosísimo, en el que seguir inyectándonos más y más letra impresa por vía intravenosa.

   Deberían escribirse más libros como «El honor perdido de Katharina Blum», libros cortos, intensos, directos, enriquecedores, historias de leer en un día y listos, que no nos llenen la cabeza de anecdotario estéril y submorralla argumental, como las hay a patadas.

   Hacía dos años que Böll había recibido el Nobel cuando entregó «El honor perdido de Katharina Blum» a la imprenta, que todo y basarse en hechos reales, hechos violentos, hechos luctuosos, no puede estar más lejos del telefilm barato, del «librofilm» casposo, que es un palabro ("librofilm") que me acabo de inventar con el menor de los esfuerzos, y que tan a buen seguro a ustedes no les ha costado un milisegundo asimilar.

   «El honor perdido de Katharina Blum» es un libro-denuncia. ¿Y qué carajo denuncia? Pues denuncia que la sociedad humana, la civilización mequetrefe, su masa social, es esencialmente malvada, es esencialmente cabrona, esencialmente letal; y que el Estado es una máquina de triturar individualidades, una apisonadora sin escrúpulo ni miramiento alguno. Vaya, que no nos desayunamos con nada nuevo, pero es que estamos hablando de 1974, ya saben, de cuando había dos Alemanias, una más bien —de— diestra y la otra muy siniestra.

   «El honor perdido de Katharina Blum» va de Katharina Blum, que es una mogijata y una estrecha, una mujer recta, hacendosa, virtuosa, como es de ley, y que de buenas a primeras —de la mañana a la noche— descubre en esa misma noche el gusto del amor y el gusto del falo. La sociedad biempensante puede llegar a aceptar, aunque muy a regañadientes, que a una mujer le dé la fiebre y la locura del amor, pero jamás perdonará que una mujer moje sus bragas pensando en el falo. Esto no es sólo obsceno e inmoral, es incluso peor, es rojo: ¡es comunismo!

   El título de «El honor perdido de Katharina Blum» hace referencia, por tanto, no al virgo entregado a la voluptuosidad de la carne, sino a la recta conciencia entregada al sucio furor de la hoz y el martillo, ambos dos dándole duro al pistón.

   Leído «El honor perdido de Katharina Blum» hoy día, cuando ya no hay Muro de Berlín ni Guerra Fría —o casi—, ni en general —una vez jubilada la Merkel— gobernante ninguno que no provoque risa o gunitera, y la China comunista es una de las principales economías de este chusco que habitamos, sigue demostrando, empero, lo que ya demostraba en 1974, dos años después de que a su autor le otorgaran un Nobel de los menos discutibles: que los gobiernos liberales, más papistas que el papá, caerán como han hecho siempre, con toda su ferocidad y violencia «democráticas», sobre todos aquellos cuyos flujos vaginales y viscosidades seminales no se entreguen y entremezclen con un único y exclusivo objeto: el productor —es decir, el «reproductor»—; verbigracia, más-carne-de-cañón-para-El-Sistema. Más mano de obra a precio de saldo. Más dinero. Sucio dinero, pero DINERO al fin y al cabo...

   Se dice y se comenta que pocas semanas después de salir a la venta «El honor perdido de Katharina Blum», Heinrich Böll salió a la calle sin su mítica boina, lo cual le reportó una nariz enrojecida y congestionada durante días, un a todas luces inoportuno catarro. Se dice también que una de esas constipadas jornadas quedó con el filmmaker Volker Schlöndorff, para echar unas pintas. Hay hasta quien da por cierto que en dicha quedadada cervecil no sólo intercambiaron viruses respiratorios, hay hasta quien asegura que uno de ellos —no sabemos cuál— le dijo al otro —tampoco sabemos cuál, aunque en este caso por fuerza tuvo que ser el otro—: «Tenemos que hablar del chocholoco de Katie, compañero...»

 


 

 

diciembre 14, 2012

Bastardos de Ícaro


The Hunters (1956) de James Salter                                                                               


De ordinario a los editores les gusta vender como "alegatos antibelicistas" todos los libros o novelas ambientados en guerras, lo sean éstos en verdad o no. Parece que en esta sociedad nuestra, todo apariencia y nada detrás, está mal visto dar a leer al público un relato simple y llanamente bélico que no belicista ni beligerante sin atribuirle, muchas veces tan gratuitamente, una intachable altura moral que justifique la entrega a la imprenta de líneas manchadas de sangre y campos de muerte. Somos así de hipócritas.

Pilotos de caza desde luego no es un alegato antibilicista, ni siquiera es un relato bélico, aunque narre la guerra en el aire en Corea. Se me ocurre que la comparación con el actual mundillo de la Formula-1 puede servir mejor al caso. Lo único que diferencia a los pilotos de Salter y los Vettel, Alonso, Hamilton y Button de hoy día es que los primeros asumen que podrían morir cualquier día, en cualquier misión, quizá la próxima, mientras los segundos sólo contemplan espichar si tienen muy mala potra... Por lo demás, unos y otros son la misma mierda: inmaduros egomaníacos, vanidosos machitos malcriados, pagadísimos de sí mismos, a los mandos de una endiablada maquinaria de muerte y velocidad.

Pilotos de caza no puede ser un alegato antibelicista, ni siquiera un relato bélico, porque no hay guerra en sus páginas. En ninguna de ellas se menciona el curso de la contienda, ni los pilotos, ni uno de ellos, se preocupan por cómo van las cosas allá abajo, en la tierra donde sus compatriotas se están ahogando en la muerte, el barro y la escoria de la infantería. A los pilotos de Salter les importan un comino sus compatriotas, su patria y la mismísima guerra. A ellos lo único que les importa es ganar, derribar al adversario, para ellos la guerra no es sino el vehículo a través del cual demostrar que son los mejores, y ni siquiera en plural, que cada uno de ellos es el único y sinpar NÚMERO UNO. Un As del aire. Ser "el AS" del aire. Ésa es su íntima aspiración y su única meta. Pilotos de caza es por tanto un alegato, esta vez sí, pero antiegotista.

Igual que la Formula-1 da por sentado que la mejor forma de convertir su negocio en circo de masas es potenciar primero y enfrentar después el ego de sus pilotos, el Ejército sabe que la mejor manera de convertir a los suyos en óptimas máquinas de derribar aviones no es cultivar el odio al enemigo, sino la rivalidad entre compañeros. El juego de los "héroes" es así de sucio, pero funciona...

La transformación que sufre al final del libro su protagonista, Connell, más que probable alter ego del propio Salter, dibuja un inequívoco punto y aparte. Harto de ser otro buitre de los derribos, sediento de gloria y borracho de vanidad, Connell se desmarca de sus "compañeros" y competidores con un supremo acto de altruísmo y abnegación, renunciando a ser coronado As entre Ases, y accediendo a un estado mental y espiritual superior, en el que la grandeza de surcar el Cielo y la posibilidad de hacerse Uno con él a través del vuelo, aunque sea a través del propio autosacrificio, convierten en risible y miserable cualquier noción de Yo, de Ego.

Y en efecto parece que haber alcanzado a través de la técnica la gloria y la proeza del vuelo, el sueño de Ícaro, para mancharlo después con nuestras absurdas torrenteras de destrucción y nuestras estúpidas eyaculaciones de vanidad, no sólo se antoja una victoria pírrica, también indigna de una criatura capaz de surcar los cielos.


Salter, a bordo de su F-86 Sabre, durante la Guerra de Corea                                        

diciembre 12, 2012

Enanos coñones, fantasmas esclavos, pasadas de vuelta y demás barbarismos



   Desde que los gañanes del mundo pasaron de estar encadenados al arado y al barbecho a ser esclavos del telar y la fundición 20 de cada 24 de sus horas, decimos que vivimos en la «Era Industrial». También haylos muchos, hijos de la gran puta, con los bolsillos siempre a reventar de billetes, a quienes también les dio por llamar a esto «Progreso».

   La cuestión es que desde que estos buitres sin alas nos instalaron en su era del Progreso y de lo Industrial coincide que se viene utilizando la expresión «Otra vuelta de tuerca», no para ver quién es el más bestiajo del pueblo y puede apretar más la tuerca de marras, cual si fuere una moderna Excalibur, sino, antes bien, para dejar probado y sentado quién es el más listo e ingenioso de la fiesta, o lo que también viene conociéndose como nombrar al más pollilargo del lugar. Obsesos de la última palabra de cualquier maldita cosa.

   Henry James, por ejemplo. Dijo: «voy a ver si me quedo con toda la peñuqui en esto de las narraciones de fantasmas», y escribió «Otra vuelta de tuerca». "The Turn of the Screw" para escolarizados de pago y en general gente de fuera con posibles.

   Creía que con esto ya lo había conseguido, pobre, ser lo más in  del panorama del terror literaturesco, sin saber que a la postre el gran contador de Ghost Stories, de apellido James, que recordaría la Historia no sería él, sino Montague Rhodes (James), por muchas turns a la screw que a James (Henry) le saliesen de la mollera o por tan pasado de rosca se tuviera.

   O Alejandro Amenábar, por ejemplo. Dijo: «Voy a darle otra vuelta de tuerca a "Otra vuelta de tuerca" pero sin que se note que la estoy copiando en lo esencial, no sea que me digan que soy un hijo del intalento», y rodó «Los otros», historia de casa vieja con mujer en camisón y niños dentro, en la que, como todos ustedes saben —o deberían ya a estas alturas—; son ustedes, lo saben —o reincido, deberían—; los mortales,  ustedes todos —no escurran el bulto, no—, los que acosan a los muertos fantasmáticos y nos los dejan desayunar en paz.

   «Otra vuelta de tuerca», el libro, es una cosa tan bien hecha, tan sutil, escanciada de una manera tan soberbiamente ambigua, que puede observar múltiples y alocadísimas interpretaciones.

   La mía, por ejemplo: Los fantasmas de Quint y la señora Jessel no pueden descansar en paz porque son los niñoides cabrones, Miles y Flora, los que los llaman y los sacan del limbo para correrse con ellos —y en ellos— juergas macabras y ultraterrenas.

   El verdadero Mal, por tanto, el verdadero Horror, por tanto, no reside en los aparecidos, meros esclavos de los niñatos coñones, juguetes rotos de bruma en sus tiernas manitas de futuribles odiosos dandys. Los fantasmas, que fueron sirvientes en vida, y en consecuencia deben seguir siéndolo en la muerte —¡sólo faltaría!—, no pueden encontrar su ectoplásmico camino hacia la luz porque estos vivos malnacidos menores de 14 años, diminutos satanases de buena cuna, disfrutan haciéndoles pasar las de Caín.

   Cualquiera que ha traído al mundo criatura sabe que esto es así...

   Tenemos entonces que el tour de force de James (Henry) —pues desde que se inventaron las escuelas de idiomas y las academias de esquí ya no decimos «vuelta de tuerca», decimos «tour de force»—, fue avisarnos de que el Horror no habita más allá de las puertas de la Muerte, sino que se engendra, crece y es expulsado, finalmente, desde el más acá de las piernas de la Mujer.

 


diciembre 02, 2012

Hemon y sus mentiras (Pesares & Coyundas)



   Aleksandar Hemon nos muestra varias polaroids de lo largo de su vida. En forma de cuento. Polaroids narrativas. La mitad de cada yo —cada él— de sus cuentos es verdad. Otros tres cuartos son mentira. Las cuentas no salen, ya lo sé, pero, señores, esto es literatura... Me importa un bledo conocer qué mitad es verdad y qué tres cuartos son mentira, a mí lo que me interesa es cómo asienta la mezcla en el paladar. Y la mezcla sabe bien las más de las veces y bastante de puta madre en un par o tres de tentativas. Así que el saldo no está nada mal.


   El Hemon de «Amor y obstáculos» es un yo mitad autobiográfico y tres cuartos trola que se pasa el tiempo y las páginas ansiando mojar el churro mientras intenta enchufarle al personal un cuento o poema o ensayo o affaire literario titulado "Amor y obstáculos". Dicho cuento o poema o ensayo o affaire literario, sencillamente, no existe, se lo saca Hemon de la chistera para darse coba mientras busca la hendija de la las féminas y tantea la oportunidad de meter su churro dentro. De ahí, suponemos, la cerradura en forma de corazón de latón de la tapa del libro, todo un hallazgo erótico-subliminal invocando el coito ya desde la portada, pero sin tener, en útima instancia, el coraje de titular la cosa con honradez («Follar sin obstáculos»), porque vete tú a pensar qué dirá la gente, y además la de ventas que se van a perder. Qué avispados, maeses editores, ay que ver...

   Todo lo cual para distraer su atención, no la atención de ustedes, no la atención del lector, sino la del propio Hemon, distraer a sus sosias diversos, sus yoes polaroid, del que el escritor siente su verdadero e íntimo castigo, su drama vital auténtico, que no es la falta del follar, tal y como, aviesos pensadores, podríamos imaginar, nada más lejos y menos priápico; que, antes bien, es más un complejo de culpa como un castillo en los Cárpatos, porque cuando los Balcanes saltaron en pedazos él estaba en los Chicagos, de modo que su particular guerra fratricida el hombre tuvo que chupársela entera en diferido.

   Y es que definitivamente el «Heart of Darkness» conradiano no es lo mismo leído que vivido, conque quizá sí, quizá mejor no pensar más en ello, todos mis hermanos de sangre allí, haciéndose picadillo, y yo aquí, tan lejos, tan a salvo, sin otra cosa mejor que hacer que emborronar infolios o pantallas con mis trolas sicalípticas. Mejor así, mejor olvidar tanta pena, tanto dolor, mejor seguir escribiendo para follar...

 



noviembre 26, 2012

Lo normal es el invierno


La bella state (1949) de Cesare Pavese                                                                                                  

Por supuesto, lo mejor del bello verano de Pavese es el personaje de Ginía, Ginetta, su psicología, cómo Pavese es capaz de meterse en su mente, crearla para nosotros, mostrarnos su interior: sus dudas, sus miedos, sus pudores, su carácter forjado a fuego en la naturaleza rural y pedestre de una ciudad que pese a sus fábricas y talleres sigue siendo provincias, sus ademanes de niña tonta en uns casos, sus pensamienos de mujer madurada en otros. Sólo un hombre que ha nacido y crecido en la aldea profunda podría hacer un retrato así, sólo un hombre con una sensibilidad finísima podría trasladarlo de una manera tan ajustada y soberbia al sexo opuesto. Señal de escritor con mayúsculas.

No ostante, la razón íntima por la que releemos este librito maravilloso no es Ginía, es el estudio de Guido y Rodrigues, sucio y desordenado, helado, la chimenea al fondo, consumiendo leña, los vasos a medias de vino, la cama deshecha... Releemos el bello verano precisamente por lo contrario, por su invierno, que tan bien conocemos, con el que tanto nos identificamos, ese largo clima frío, oscuro, cetrino, en que perdimos la inocencia, la sed de alegría, durante el cual añoramos el último verano, el bello verano, los veranos todos, inclusive el estío final, único, durante el cual fuimos felices, sonreímos, soñamos de verdad que otra vida era posible. Verano que sabemos no se repetirá, que no regresará después de ninguna primavera, porque nuestro estado normal, tras el desengaño, la estación de los que sobreviven a sus sueños es y será siempre el invierno.


Pavese sobre el Po                                                                                                                                  

Tierno verano de lujurias con catetas

 




    Hubo una época, tiempo atrás, cuando las Kodaks eran muy caras y Robert Cappa había acaparado todas las Leicas, en que se puso de moda hacerse pintor para poder pillar buen cacho. Ni siquiera hacía falta saber pintar, bastaba con aparentarlo, y en eso sucedía que las titis hacían cola para posar en pelotas delante de tu caballete. De ahí al catre sólo mediaba un trecho. Un trecho estrecho...

    «El bello verano» habla de este vital período histórico. Como Pavese era, a su vez, un publerino en toda regla, retrata magníficamente el pensamiento del cateto y la cateta. En esta novela hay uno de cada; un cateto, Guido, el pintor rubiales, que se las da de moderno pero que no puede olvidar que de pequeño lo amamantó una cabra; y una cateta, Ginía, la rubia pudorosa y mojigata, que sólo piensa en casarse, chingar a oscuras y planchar las camisas de su futuro maridito. Enternecedor.

    Aquí la única medio normal es Amelia, que folla cuando quiere y con quien quiere y por eso agarra un sifilazo de no te menees. Ella es la única vedaderamente moderna, la única con auténtico spleen...

   Del bello verano del título apenas si nos apercibimos, ya que hace referencia al último agosto antes de perder la cateta Ginía su virgo. Por eso casi toda la novela sucede en invierno y con un frío que hiela las pelotas, que es como decir que el invierno es feo, una suerte de infierno, de negro castigo por haberse dejado llevar al huerto, remordimiento y escrúpulo típicamente paleto y cazurro.

    Como tal vez alguno de ustedes conozca, Pavese era un poco torpe, todo y tener un libro-diario por ahí, intitulado «El oficio de vivir», vivir, lo que se dice «vivir», muy bien no se le daba, lo único que sí se le daba hacer bien con las manos y con su entera persona era escribir. Esto él lo sabía fijo, lo supo siempre, pero fue trampeándolo sólo lo justo para pasar de un año al siguiente, de un siguiente al siguiente libro, y así hasta que final y fatalmente, en un intento desesperado por superar su genético aldeanismo y su vital inoperancia, se quitó de en medio por una mujer —dizque una tal Constance Dowling, actriz y femme fatale de tercera regional—: «vendrá la muerte y tendrá tus ojos»,  todo aquella murga... Es decir, que se mató por amor o desamor, lo mismo da que da lo mismo, inscribiendo así su apellido de lleno en la más rabiosa modernidad, pero dejándonos huérfanos a los bibliofrénicos de más obras maestras como ésta, el muy gilipollas.

   Ahora que ya nada es siquiera posmodernidad, sino lo absurdo e inefable siguiente, resulta que es más barato comprarse una buena cámara digital o un móvil modo Dios —ya saben, omnipotente y omnipudiente, por ende—, que un par de lienzos y una caja de acuarelas, de modo que todos los mindundis del mundo se han hecho fotógrafos, pros o semipros, adictos al flikr, yonkis del  instagram, para poder cepillarse a las buenorras catetas del mundo, sean éstas o no de la city, tanto da que da lo mismo. 
 
   Si el compa Pavese levantara la cabeza seguro que se volvía a suicidar...
   
 
 


noviembre 20, 2012

Poco más que cualquier cosa


Los adioses (1953) de Juan Carlos Onetti                                                                                              

¿Por qué ya no escribimos cartas? Corremos el riesgo de respodernos que ya no las escribimos porque el móvil ubicuo y su plenipotencialidad  han sustituido el papel y el lápiz, la estilográfica, y por descontado el viaje al estanco de abajo, para comprar sellos. De todos modos, más que a sustitución huele la cosa a aniquilación, a cese. Ya no nos escribimos cartas porque el móvil y su ubicuidad pantentacular han aniquilado la distancia. Saber que podemos decirnos cualquier cosa en cualquier momento mata por completo todo el espectro emocional de la distancia, del shock de la separación. Saber que podemos decírnoslo todo en cualquier momento hace que lo posterguemos, que le escamoteemos relevancia, que nos pierda esencia, y al final optemos por lo peor, nos conformemos con sólo eso, lo otro en lugar de todo, con decirnos cualquier cosa. Y esto, este haber cambiado conectividad por comunicación, me parece un abismo de tal calibre que podría tragarnos el día menos pensado, dejándonos para los restos sin cobertura.

Supongo que está bien hablar de cartas, las cartas que ya no escribimos y toda la vida que en esa omisión y esos silencios nos estamos dejando, a cuenta de Onetti, de sus adioses, que he tenido que leer dos veces, dos, porque en la primera tentativa no me enteré de nada. Onetti es uno de esos escritores que impone, que manda, el cómo, el cuándo se le lee. Onetti quiere que le leas como él escribía. Sereno, todo movimientos plácidos, a ritmo despacioso, lento, estirado en la cama. Si intentas el asalto a otra velocidad que no sea ésa, será él mismo quien de un despacioso y plácido puntapié te arroje a la cuneta. Como hizo conmigo.

De las cartas de Los adioses ni siquiera importa el contenido, qué dicen, importa lo que propician, lo que desencadenan, o sea, la novela, que no es otra cosa que aquello de pueblo chico, infierno grande. Una correspondencia siempre es una cosa de dos, por un lado, y un puñado de otros que quieren enterarse de qué se dicen esos dos, por el otro. Una correspondencia siempre es la exhibición de un secreto, y aún más, la exhibición pública, pero sellada, de dicho secreto.  En ciero modo, la ostentación de una magia. De una luz.

Nada tan apetitoso como los secretos ajenos para quienes ya agotaron toda su luz, que tienen todo el tiempo del mundo y nada que decir, nadie a quien decir poco más que cualquier cosa. 


C. S. Lewis                                                                                                                                             

noviembre 07, 2012

Baggage




Stone junction, Jim Dodge. La primera vez que intenté leer esta novela me quedé en la página 36. El libro no tuvo nada que ver en ello, pero quedó como fiel testigo de un naufragio. Gran parte de mi vida quedó varada en esa página 36. Y a día de hoy, ahí sigue. Quizá sea tiempo de buscar la marea que la libere. Quizá sea bueno empezar a buscarla en esa página 36.


Martirologio. Andréi Tarkovski. Puede que si sin pretenderlo he ido postergando durante tantos meses su lectura sea porque ahora, y sólo ahora, haya llegado su momento...


Los adioses, Juan Carlos Onetti; La paga del soldado, William Faulkner. Un Onetti y un Faulkner. Raül sabe por qué... El adiós a tantas cosa. La exigua paga de un trabajo que nadie quiere hacer. De algún modo melódico y triste, los títulos se imponen por sí solos.


Solaris, Stanislaw Lem. El libro que más veces he leído -que cierra, de paso, el círculo, la conexión Tarkovsky-. Este libro siempre ha tenido la capacidad de trasladarme muy lejos.


El poder cambia de manos, Czeslaw Milosz. Estar en posesión del poder no siempre implica ser dueño también de la autoridad. O lo que es lo mismo: los cheques en blanco se acaban pagando más tarde o más temprano.

Amor y obstáculos, Aleksandar Hemon. A pesar de los peores pronósticos, aún existe un lo mejor de mí al que no doy por desaparecido. Aún sigo buscando algún rastro de aquél que fui.


Compañía de sueños ilimitada. J. G. Ballard. Hay que procurar siempre tener un Ballard en la recámara...


El último enemigo, Richard Hillary; Pilotos de caza, James Salter y Piloto de guerra, Antoine de Saint-Exupéry. En el siglo XIX muchos grandes autores se fraguaron en la aventura de la mar. En el XX emprendieron el vuelo, tantos de ellos para no regresar...




Travesia de Madrid, Trilogía de Madrid y Retrato de un joven malvado, Francisco Umbral. Podría pensarse que es el lugar el que ahora impune el autor, pero no sería descabellado pensar que fue el autor quien, página a página, fue imponiendo el lugar... A mi vuelta, cuando sea, espero poder devolverle al tocayo Xavier su ejemplar de Retrato de un joven malvado. Después de todas las charlas que hemos tenido lo menos que puedo hacer es leerme este libro a orillas del Prado.


La esperanza, André Malraux. Dice el dicho que la esperanza es lo último que se pierde. Aunque desde Camus y esa Guerra Civil desde la que escribía Malraux sabemos, sin embargo, que las causas justas bien pueden ser derrotadas.


octubre 31, 2012

La coñimorfosis

Le Locataire Chimérique (1964) de Roland Topor                                                                               


En lugar de irse de putas o zumbarse la semanada en la tragaperras, Roland Topor era mucho de juntarse con individuos que respondían a nombres tales como Alejandro Jodorowsky o Fernando Arrabal, y con ellos formar vanguardistas contubernios. De semejantes singulares compañías bien pueden colegirse el carácter malsano y las enfermizas texturas que dimanan de este libro novelesco, primero suyo, de título Le Locataire Chimérique, que narra, así a trazo grueso, las desventuras de un pobre desgraciado, aspirante a Kafka, aspirante a Samsa, que es cambiarse de piso y tornarse mochales de la cabeza, o lo que es lo mismo, despertarse una mañana de un sueño intranquilo y darse cuenta de que, en lugar de insecto, se ha transmutado o lo han transmutado en brioche, en bollo. Una transmutación que, inducida o no, eso queda en el aire, es, por tanto, y también, un trasvestismo. Y por ahí va el asunto.

Peripecia fantástica y caso policial de terror, esta novela es un portentoso tres en uno alucinoide, al mismo tiempo una historia de conspiración, de posesión y de enajenación. Su tarado protagonista, el infeliz Trelkovsky, parece realmente ser víctima de tres horrores simultáneos y solapados; de un lado, una conspiración diabolique de sus nuevos vecinos para acabar con él; del otro, la posesión del espíritu fantasmático de la anterior inquilina de su nuevo piso, empeñada en que imite sus trágicos pasos; finalmente, y no por ello menos en el centro, el proceso de enajenación irreversible, alucinado y pesadillesco, en el que se abisma su mente desquiciada.

Roman Polanski, filmó su adapatción cinematográfica, Le locataire (1976), rayando a gran altura, sobre todo en lo tocante a onirismo macabro, muy fiel a la literalidad del libro, pero sacrificando gran parte de su fondo. Obsesionado, como tiene por costumbre, por los estados mentales quebrados, Polanski puso todo el acento en el proceso de locura del protagonista, obviando el de la posesión ultraterrena y descartando por completo el aquelarre conspiratorio vecinal. La cosa alargaba para mucho más.

Precisamente la esencia del texto de Topor reside y se cimenta en esa conspiración vecinal que a la postre propicia el resto de horrores y defenestraciones. El inquilino, le locataire, es quimérico porque nunca llega, no puede ser El Inquilino, un ideal imposible de convivencia que el resto de sus vecinos, ese infierno que son los demás, pretenden de él. Hombre o mujer, tranquilo o escandalera, da igual, nunca será suficientemente bueno, siempre será mejor un malo conocido que un bueno por conocer, y al malo ya lo suicidamos por la ventana.  No hay caso.

Mientras que en el típico argumento dopplegänger el doble es creado o invocado para sustituir y eliminar al original, en El Quimérico Inquilino asistimos a un desdoblamiento diverso y divergente: es al doble al que se trae a la vida una y otra vez, cíclico y sisífico, después de eliminado su original, sólo para volverlo a eliminar, aun a sabiendas de que toda copia, cualquier doble, no ha de servir de modelo. Se le trae con el único fin de poder destruirlo, para poder expiar en su caída todos los defectos que nosotros no queremos sentenciar en carne propia.

Impostura en el rellano e infierno de puertas adentro, todo aquél que ha padecido vecinos leerá esta novela con fruición y malicia, igual que todo aquél que la lea sabrá que él es también una quimera molesta y una falacia necesaria para sus convecinos. Da para echarse unas risas negras.

De igual modo, todo aquél que crea a pies juntillas que Hemingway y Woody Allen son unos iluminados, no debería dejar de saltarse el film de Polanski, no sea que descubra, no sólo que hasta Isabelle Adjani puede parecer fea, también que París bien puede llegar a ser una mierda...


Le Locataire (1976) de Roman Polanski                                                                                            


octubre 23, 2012

El peso de las voces

Efectos secundarios (2012) de Rosa Beltrán                                                                                       

Leemos, pues, por sed de desdoblamiento, para encarnar todo aquello y todos quienes no pudimos ni podremos ser, leemos para escapar de la carne de todos los que somos, para evadirnos, aunque sea por breve tiempo, del ordinario servilismo de todas cuantas pieles no podemos dejar atrás. La ficción nunca es suficiente porque la realidad es siempre demasiado. 

octubre 18, 2012

A Lonely House into the Woods

Within the Woods (1978) de Sam Raimi                                                                                              


En 1978 Sam Raimi, Bruce Campbell y su panda de amigos de la facultad se fueron al campo a rodar Within the Woods, mediometraje de roñísimo presupuesto gracias al que, a la postre, conseguirían financiación para rodar la seminal, hoy ya elevada a la categoría de Cult Horror Movie, Posesión Infernal (The Evil Dead, 1981). Años después, todo el equipo de aquéllas, con mejor presupuesto y mayor afán de romper esquemas genéricos, volvió a reunirse para filmar Terroríficamente muertos (Evil Dead II, 1987), que significó al mismo tiempo un remake y una segunda parte de su antecesora, pero en clave cómica, y que encumbraría a Campbell y Raimi como los auténticos reyes del slapstick cinematográfico.

Within the Woods es la semilla de Posesión Infernal, prácticamente su precuela, las similitudes son más que evidentes, pero a buen seguro la mayor divergencia sea uno de sus mayores aciertos. Todos los que amamos la literatura de horrores preternaturales del loco de Providence, H. P. Lovecraft, agradecemos que Raimi y los suyos dicidiesen que la causa desencadenante del horror en Within de Woods, la nada convincente profanación de un cementerio indio, se convirtiese en Posesión Infernal en todo un feérico despliegue de demonios primordiales con muy mala leche y necronomicancias varios.

¿Acaso no somos legión los que dibujamos la sonrisilla cómplice cada vez que la grabadora hallada en la bodega empieza con su perorata invocadora de infernales presencias kandarianas?

Campbell and Raimi                                                                                                                           

octubre 15, 2012

Quoth the Raven, Nevermore...


Edgar Allen Poe (1909) de David Wark Griffith                                                                                  

"Virginia se moría. Edgar la sabía muerta, y así nació Anabel Lee, que es la visión poética de su vida junto a ella. Yo era un niño y ella una niña, en un reino a orillas del mar... (...) Murió a fines de enero de 1847. Los amigos recordaban cómo Poe siguió el cortejo envuelto en su vieja capa de cadete, que durante meses había sido el único abrigo de la cama de Virginia. Después de semanas de semiinconsciencia y delirio, volvió a despertar frente a ese mundo en el que faltaba Virginia. Y su conducta desde entonces es la del que ha perdido su escudo y ataca, desesperado, para compensar de alguna manera su desnudez, su misteriosa vulberabilidad".

Vida de Edgar Allan Poe (1956)
de Julio Cortázar

Cubierta de los Cuentos de Edgar Allan Poe, Alianza Editorial (1970) de Daniel Gil                             

octubre 14, 2012

Bodycount

Orlacs Hände (1925) de Robert Wiene                                                                                               


Cuídate mucho de que tus manos nunca sepan de lo que tu cabeza es capaz, ya que podrían ejecutarlo, y ése no sería sino el principio de una cuenta sin vuelta atrás...