Resistencia en el flanco débil

diciembre 26, 2010

Muerte de un tiñalpa

En la solapa de Sukkwan Island comparan a su autor, David Vann, con Cormac McCarthy y Ernie Hemingway, casi nada; la primera comparación se me antoja de cajón y la segunda, gratuita, un lugar común tan baqueteado como lo pueda ser Kafka, al que antes o después todos los editores y críticos pretenden que todos los escritores se parezcan. Filfa. De todos modos, si es que al menos por esta vez las comparaciones no son odiosas, la novela de Vann respira y expira tanto McCarthy que uno no sabe si los pulmones que le dan el fuelle pertencen a éste o bien a aquél. Si La carretera era la historia de un padre y un hijo en mitad de la autovía del fin del mundo, universales; Sukkwan Island es la de un hijo y su padre tiñalpa en mitad del culo de un mundo, éste nuestro de ahora y aquí, todos ellos particulares. El protagonista de McCarthy era "El Padre", con mayúsculas, es decir: todos los padres; mientras que el protagonista de Vann es sencillamente un gilipollas, como los hay a patadas, cierto, mas no extrapolable, porque aunque hay mucho idiota y mucho anormal pateando el mundo, cada cretino es él y sólo él, y es por tanto Uno, singular e intransferible. McCarthy habla de la Idea de Padre, en modo platónico, monolítico, casi casi totémico, en tanto Vann retrata al padre cafre, pusilánime y egoísta que tantos de nosotros podríamos llegar a ser. Usted, usted, yo mismo, pero sobre todo usted... sí, sí, usted, no me haga como que no se da por aludido. Sukkwan Island es un mal viaje que se digiere bien, sin embargo, mientras La carretera era un viaje peor, que no se digería de ninguna manera. La superioridad de McCarthy, si acaso, reside en el bombardeo inasequible de desesperanza, que no hay estómago que le pueda, pero no el tratamiento de fondo, que es infinitamente más simple que el de Vann. Eso sí, ambos dos coinciden en la moralina facilona y perversa: que en cuanto no hay mujer de por medio, ocupándose de la casa y de la chavalada esto es, "Famlia-como-lo-manda-el-Buen-Dios", a los hombres, a los machos, quiero decir, se nos va la castaña. Pues vale. Lo capto. Si tú lo dices... Con todo, si alguna comparativa no es odiosa ésa es desde luego la que juega el palo de Werner Herzog y su Grizzly man, el tontolaba aquél, que creía que todos los osos podían y debían ser amorosos. Y la cosa acabó como acabó: se lo jalaron. Y es que el gallinero está hasta la bandera de tiñalpas que todo lo esencial lo entienden tarde y mal y nunca.

diciembre 22, 2010

Estocolmo era una fiesta



Lo mío con Strindberg, con el Strindberg prosista, para más señas, no tiene sazón ni tiene epíteto, es un nonsense de raíz superlativa. ¡Toma! Recuerdo aún cuando su Infierno, madre mía, aquel libro que casi casi sí; estuvo a esto de acabar conmigo. El Strindberg autobiográfico es un auténtico peligro para la integridad sicosocial del inerme lector. El tipo es capaz de tirarte a la cabeza ingentes cantidades de morralla, su basura de días, durante inabordables párrafos, y tú, ahí, aguantando el chaparrón, cada tres páginas lo quieres estampar contra la pared, hasta que a la cuarta remonta y vuelve a engancharte con algún aguijonazo de lucidez pasando a sable tus circunvoluciones. Transitas del ey, Strindberg, hijo de puta, por qué quieres destruirme de esta manera, al, ah, pedazo de mamón, ésta te la tenías bien escondida, diablo... Así todo el rato. Lo que en resumidas cuentas no desemboca de otro modo que éste: Strindberg, eres un cabrón.

Solo es una obra mucho más corta que Inferno y por eso mismo, a priori, sus posibilidades de joderte bien deberían menguar. Pero no. Sus poco más de cien páginas son extensión y oportunidad suficientes para aniquilarte a poco que bajes la guardia... Solo es el diario y quehacer de sus últimos días, sus días de viejo y enfermedad. Strindberg quiere estar solo, quiere trabajar solo, quiere cascar solo y en paz. Se refocila en el cieno de su soledad voluntaria como un cerdo. ¡Pasad de mi culo, turba!... Pero a la vez no quiere. Strindberg no quiere estar solo. Morir solo. Sentarse solo en su escritorio a trabajar. Siente la vida como un larguísimo tique de caja y no se decide, no sabe qué hacer, si repasar la cuenta o tirar el recibo a la basura. Lo suyo es el teatro; la dramaturgia, quiero decir. Y la pelma. La pelma también. De resultas de ésta, su pelma autobiográfica, tenemos toda la escuela escandinava de novela criminal, se me ocurre: A estos niños albinos les hacían leer a Strindberg en la escuela, y acabaron detestándolo, claro, fataba más, pero como ya no lo podían matar decidieron escribir novelas de crímenes truculentos bajo el hielo y la aurora boreal. Todos los cadáveres de la novela criminal escandinava son Strindberg, si eso...

Pero está lo otro: que yo a un tipo que escribió el párrafo que sigue a continuación, cuando le quedaban tres telediarios, le mordían el culo los perros de la muerte, yo a un cabrón así, Strindberg, por ejemplo, ya que estamos, se lo perdono casi casi todo; la tabarra, por descontado.

"Allí me senté. ¡Todo estaba detrás de mí! Todo estaba terminado. Las batallas, la victoria, la derrota, la amargura y el placer. Y entonces, ¿qué? ¿Estaba viejo y cansado? No. La batalla se encarnizaba tan salvajemente como nunca, a mayor escala y para objetivos más importantes, siempre, adelante, adelante. Y si mis enemigos se habían situado delante de mí, ahora se ubicaban tanto delante como detrás. Sólo había estado descansando para el próximo avance. Y mientras me sentaba allí, en ese sofá, me sentí tan joven y tan listo para la pelea como en el pasado. Sólo que ahora el objetivo era diferente; los viejos hitos quedaban atrás, muy detrás de mí. Aquellos que habían quedado atrás querían retenerme a mí también, por supuesto, pero no podía esperar. Y por ello tendría que seguir solo mi propio camino, explorando los páramos, buscando nuevos caminos y abriendo nuevas sendas, algunas veces defraudado por espejismos, obligado a volver hacia atrás, pero no más allá de los caminos transversales, y luego hacia adelante otra vez".


August Strindberg
Solo, en versión de Alejandro García Schnetzer.





diciembre 13, 2010

Ontología de la Sala de Espera


Como lector, estoy siempre en la misma encrucijada, una encrucijada que es una trampa, una trampa que es muy sofisticada, o yo muy bobo, porque me da la impresión de que jamás la voy poder dejar atrás: esto, explicado para los niños y los no tanto, viene más o menos a ser lo siguiente: que me debato entre el lector sufrido y suicida, cuasi pugilístico, que gusta de intercambiar golpes con el escritor a través de las páginas, y el lector pasivo y complaciente que sólo busca evadirse y pasarlo bien. Me gustan las dos opciones y a la vez no me gusta ninguna, depende de cómo amanecí al día, o quizá lo que me revienta es tener que escoger. Y como no me da la gana, no quiero decantarme por ninguna, ahí sigo, en la encrucijada, sólo acompañado de los criminales ahorcados y la mandrágora que nació de su último semen... Inconvenientes de leer antes El Innombrable de Samuel Beckett que 20000 leguas de viaje submarino, supongo. En este caso el orden de los factores sí parece dar por el saco, y bien.

Para leer Cinco canciones de cuna, por poner un ejemplo, no te puedes plantar ante la primera página con la ropa de los domingos, porque te echa fuera a las primeras de cambio. De hecho, todavía no he leído nada de Fco. Javier Pérez que no te deje echa jirones la ropa de los domingos, y a día de hoy ya llevo cuatro libros suyos en mi haber. El tipo te obliga enfundarte el mono de trabajo. Te está diciendo: "Yo me he dejado las vísceras pariendo todo esto, pero ahora tú vas a partirte la cara con el texto". Es un escritor que exige del lector hasta la última gota del zumo de sus sinapsis. Quizá me equivoque, pero apostaría doble o nada a que también leyó, no sé, a William Burroughs antes que a Verne...

Y es lo que decía antes de la encrucijada, que me toca la moral que me obliguen a desempolvar el mono de trabajo, porque uno es muy vago, cierto; porque casi siempre anda en estado de asco o rabia o cansancio terminal, sí; y porque además está también la envidia cochina, el ego hijoputa de escritor, ese genieciello perverso que te susurra al oído que esto lo ha escrito un coetáneo y que has de negarlo por defecto, pensar que es una mierda, en consecuencia, y que dónde va a parar, que lo tuyo es mejor, aunque en el ínterin a la verdad no haya quien le eche trapos encima... Pero a la vez no puedes dejar de pensar olé tus huevos, cabrón, y dale, venga, te metes en el texto a cara de perro, armado hasta los dientes cual John Rambo encaraba un avispero de Chalies.

"El cielo es un glaucoma gris que no sólo cae sobre el hospital sino que lo rodea, lo delimita y le da forma". Ésta es la primera frase, la primera imagen de Cinco canciones de cuna, que no sólo rodean, delimitan y dan forma al hospital del libro, también hacen lo propio con el espíritu del lector que ose adentrarse en los límites de esta novela, que más que novela acaba por convertirse en un estado mental, angustiante y mefítico. Hay un dolor negro y turbador que subyace a la lectura de este libro, y que te acompaña en los días siguientes, que vuelve, como una náusea, cada vez que piensas en él, y ese algo es, creo, la entronización de la enfermedad. La enfermedad y no la muerte. No ha habido en la historia hombres tan enfermos, en todos los sentidos, como los que hoy son, y el hospital-purgatorio de Cinco canciones es su perfecta metáfora. Vivimos, más que parar morir, para enfermar: enfermar y morir o enfermar y seguir enfermos. Y aquí es donde Fco. Javier Pérez castiga más duro el hígado, quizá porque da en el clavo. ¿En qué momento dejamos de ser seres para la muerte y nos transformamos en seres para el padecimiento? ¿Qué clase de futuro aguarda a una sociedad de mentes decrepitas sustentadas en cuerpos cacucados, estirado su reloj biológico hasta el absurdo por medio de la técnica y de la farmacología? ¿Cómo coño cabe el concepto de Dios en una sala de espera?... Puede que el Viento Negro sea todas las respuestas.

Lo demás y ortodoxo que yo podría añadir sobre Fco. Javier Pérez y sus Cinco canciones de cuna también sobre su Hierático ya lo ha dicho Javier Calvo, así que poco puedo hacer salvo adheririme y recomendarles le echen un vistazo a su post. Si acaso, tomarme el tiempo y espacio necesarios para reivindicar las ilustraciones de Fidel Martínez así como la preciosa edición de Aristas Martínez. Exquisitos todos. Pruébenlos estas navidades... Puede que a algunos no siente del todo bien el viaje, pero para eso inventamos el omeprazol.



diciembre 08, 2010

Ese Cheever... ¡Y ése también!




Miro a la estantería de mi izquierda y veo el lomo blanco y ancho de la biografía de John Cheever. La de Blake Bailey. De Duomo ediciones. 42 napos del ala. 885 páginas. No hay posible confusión... Llevo viendo el lomo blanco y ancho y virgen de la biografía de John Cheever alrededor de dos meses, cada vez que miro a la estantería de mi izquierda. Desde que lo compré. Es decir, desde que desembolsé los 42 eurazos del ala que cuesta, esperemos que también los valga. Apenas si he podido echarle una mirada. Lo que es una auténtica pena, se mire por donde se mire, sobre todo si la que mira es mi cartera... Justo ahora que ya tenemos en la tocha los tufos navideños de rigor, cuando sea que caiga la típica y tópica y cansina cantinela del qué le deseo yo al nuevo año, miro a mi izquierda y, lo tengo claro, ojalá me den unas buenas anginas, de las de fiebre y antibiótico al canto; o un gripazo de los gordos, de esos que nunca me dan, porque no he tenido un solo atisbo de gripe en todo mi chusco de vida; o bien se me lleven por la pata abajo unas buenas cagarrinas estentóreas... 2011 de los cojones, tú que casi todo lo puedes, no en vano eres el año que precede al del apocalipsis más rentable de toda la Historia, bendíceme con una semanita de cama y de baja. Sólo una semanita. A lo sumo diez días. Lejos de todo y de todos. Para leer estirado y tranquilo y más feliz que un ocho las ochocientas páginas de la biografía de John Cheever. La de Blake Bailey. De Duomo ediciones. 42 napos del ala costó la cosa. (Señores próceres de Duomo: noten que he nombrado tres veces su libro y dos su sello editorial, eso sin contar los cuarenta y pico eurales que ya apoquiné en su momento, conque no me sean de la Hermandad del Puño Cerrado y dejen caer algo suculento en mi calcetín estas fiestas, tan señaladas.)

Lo que sí he leído es Fall River de Tropo Editorial. (Señores próceres de Tropo: no me sean menos que los de Duomo, que al fin y al cabo el post va a ir de su libro...) Que contiene, en teoría, los relatos que un principiante e incipiente Cheever publicó en revistas y otras gacetillerías de mal vivir, nunca en libro, y que prologa el ubicuo Rodrigo Fresán (De dónde saca este hombre tiempo y fuelle para tanta letra, ajena y propia, es un misterio que me tiene acongojado...)

Hay al menos tres cuentos en Fall River que justifican plenamente la lectura de esta antología de marginales: "Saratoga", "La oportunidad" y "Autobiografía de un viajante", el último de los cuales, además, debería hacer que todos guardásemos un minuto de silencio en honor a la literatura. La breve literatura. En honor a lo que significa contar una historia, una vida, en siete páginas, y dejar al lector compungido y sin aliento. Noquear al respetable en el estrecho margen de unas pocas páginas, con un último párrafo en forma de uppercut demoledor. Un arte que está desapareciendo.

Luego miro esa foto de un Cheever ya mayor, en su escritorio, poniendo esa cara de ratoncillo de campo que se ha de comer el búho de la noche, y acto seguido pienso que bien, que sí, que estaría de puta madre, la verdad, pasarse una semanita, diez días incluso, de baja y de cama, haciendo buenos esos 42 maravedises. Y abrir al fin la blanca y ancha biografía de Blake Bailey. Y meterme dentro. Y estirado, tranquilo, más feliz que un ocho, bajarme del mundo.



diciembre 06, 2010

Memorias de un paranoide sarnoso


Hoy más que nunca estoy por la buena gente que escribe con el sentido del humor por bandera, gente obsequiosa con su vis cómica, que nos regala sus párrafos, sus páginas enteras de apretada letra cachonda, para que los demás las ríamos, y tan contentos. Gente, en suma, que no te pega el palo. Que ya es mucho.

Entiendan que entiendo que Carlo Padial es gente de ésta que digo. Persona pura y dentro un alma coñona, un cerebro descerebrado, ávido de conspiranoias, así como también, como no podía ser de otra manera, algunas vísceras cerúleas. Su Dinero gratis se me antoja para enmarcarlo. Qué coño. Déjense de marcos. A la mierda los marcos. Para leerlo primero. Releerlo después. Y tirárselo finalmente a la chepa del primer viandante ciudadano que nos crucemos con rostro de vara, cejijunto y porculizado, a ver si se le contagia algo, se echa unas risas y de paso se le cae esa máscara de inmunodepresión...

Hay, como en toda antología, altos y bajos y cosas que que ni fu ni fa, y esto es un axioma, un de cajón, y no hay Dios que se salve de la quema, sobre todo si es que hablamos de relatos. Pero lo que no hay son cosas que no se entienden, de esas que no hay por donde cogerlas, ustedes saben de qué hablo, confío. Y ya está bien que sea así, joder. Un miembro de la postnocilla yo no soy periodista cultural pero también sé sacarme etiquetas del sobaco; prueben ustedes también en sus casas, verán qué facilísimo, un postnocillar, como decía, que tiene claro a qué juega; que sí, que sí, que ya sabemos todos que la escritura es una cosa muy onanista y muy de mirarse la pichula y ver qué carajo de cosa amorfa somos de prepucio para adentro, pero que una vez le das al "publicar" el asunto pasa a ser juego de dos: tu alma en venta por 16 cochinos euros.

Por lo demás, Padial es un androide paranoide, un replicante obsesivo-compulsivo, un hatillo de calostro envenenado y genes enfermos que siempre mira de reojo y detrás de cada esquina cree ver a un Harrison Ford apuntándole a la mochera. A fuerza de narrar un mundo en el que casi nada es lo que parece, pero en el que todo lo que parece basura en efecto lo es, los personajes de Padial, histriónicos, patéticos, perseguidos, son el contrapunto de lucidez a una realidad que se ha convertido definitivamente al enobismo gilipollas y la biempensancia subnormal. Gritan: "¡¡¡Pero es que no os dais cuenta de que este mundo que nos hemos construido es una puta mierda!!!"... Y acto seguido salen corriendo, porque todo el mundo subnormal los señala, quieren acabar con ellos, machacarlos vivos: Padial y sus paranoides son Donald Sutherlands en un mundo dominado por los ultracuerpos de la Barcelonísima moderniqui.

Azote de posmodernetas punkbloggers, twittermaniacos starbucks y adictos al spotify, Dinero Gratis es la hostia con toda la mano abierta que tanta "basca guapa" andaba necesitando, pero de la que no se apercibirán, no obstante, porque para dar y recibir bastonazos hay que estar en el circo, patear las aceras llenas de muerte y cagadas de perro, y a estas alturas ya los hay que no están para otra cosa que clicar el "me gusta" y actualizar la foto de perfil cada quice minutos...

Ya que estamos por decirla bien gorda, me aventuro: Carlo Padial, o cualquiera de sus sosias doppelgängers, transfigurado en homeless Lobo-Ninja, lanzando elepés vinilos como shurikens acerados al cuello del ínclito Kiko Amat. He ahí la idea.




diciembre 03, 2010

Australia es la bragueta de Dios



Aquí un servidor, a sus 32 añazos, ya pertenece muy a su pesar a esa generación de escolares cafres que era encasquetarles una lectura obligatoria, la que fuese, y perder el culo a ver si se había hecho peli o qué. Y vaya si circulaba, la adaptación de marras, en cintas de aquellas mamotreto, VHS, allá por los primeros noventa, cuando el tráfico de cultura se hacía por amor al arte o por vagancia, una de dos, aún no por coleccionismo o el vano acumular, y la era digital y la dictadura de la SGAE no se barruntaban más que como amenazas fantasma. Qué vergüenza...

También hay que reconocerlo: no toda pero sí mucha parte de culpa de aquello la tenían, cómo no, ciertos profesores, más que profesores interfectos, individuos, gente chunga, que imponían lecturas de mierda a sabiendas, con el ojo avizor premeditadamente en el culo, poco menos, eso cuando no con el caciquismo por bandera, que aún recuerdo cierta profezuela entre cuyas lecturas "recomendadas" eufemismo gilipollas siempre había al menos un título escrito por ella. Y venga: ¡fuera escrúpulos y que caiga sobre mí el pecunio de las reediciones! Vergüenza vergüenza...

Todo esto viene a cuento de Picnic en Hanging Rock, el libro, no, bueno, la película, no, estooo, bueno, tanto da, porque libro y peli son prácticamente idénticos; el paraíso del estudiante perraco, vamos. La película es mejor, claro, porque es una obra cumbre del fantástico moderno y porque es más valiente, Peter Weir fue un genial depravado y dio el paso más allá haciendo explícito aquello que Joan Lindsay no supo o no quiso sacar a la superficie, y que no fue otra cosa que una enorme, atávica y oligofrénica metáfora sexual. Hablando en plata: que la Roca de Joan Lindsay devora a las chicas perdidas, las hace desaparecer de la faz de la tierra; la de Peter Weir, en cambio, se las folla. Sin más. Cualquiera que no haya visto la adaptación de Weir se escandalizará con lo que digo... Cualquiera que la haya visto y no sea un mojigato puritanín sabe que lo que digo es el honor a la verdad.

La montaña las quería, y ellas se hallaban de lo más receptivas, porque estaban en la edad, qué carajo; porque se morían de aburrición en aquella escuela de señoritas repipi; porque se habían hartado del tribadismo; qué se yo. El caso es que las quería, la montaña, toda ella magma fálico y espermático eyaculado desde las entrañas de la Tierra, puesto a endurecer al sol. Las quería y se las llevó. Incluida la profe solterona, que de repente descubrió en mitad del picnic que a nadie amarga un plátano, que nunca es tarde si la dicha o la picha es buena. A ella también se la trajinó. A la gordita no. Por ladina y por cretina, a ésa la dejó sin postre. Mal no debieron pasarlo, allá donde demonio fueren a desvirgarse, pues ninguna quiso volver. Bueno no, una sí, la escupió la roca colgante, la Hanging Rock, la expulsó de la bacanal, sin ropa interior, borrada la memoria, supondremos que porque no pasó el corte...

Claro que para que hubiese un Peter Weir filmando telúricas voluptuosidades a pie de roca primero tuvo que venir la Lindsay a escribirlo todo. Yo me lo he pasado pipa estos días asistiendo a este pequeño drama pseudovictoriano con canguros al fondo, mezcla del Henry James que sabía escribir es decir, el Henry James que no dictaba y un Cocodrilo Dundee fin de siècle aquí ya me he pasado tres aldeas, lo sé, pero es que a estas alturas ya me estoy gustando y no pienso parar. Lindsay escribe con una elegancia del siglo XIX en 1967, cosa que se agradece, y luego, además, es bastante perra con los personajes que no le caen bien, que no nos caen bien, actitud ésta, despótica y cabronesca, que también me parece loable, ya que de tanto en cuando también es sano dejarse en casa las neuralgias literarias y confundir la justicia poética con el Deus ex Machina. Por qué no.

Mención especial me merece la institutriz exógena, Mademoiselle de Poitiers adorables las dos, tanto la de letra como la de película, pero sobre todo ésta última, toda ella chic y francesa, con la que no dudaría en encamarme hasta el fin de los días y por la que me cortaría una oreja ¿el par? ¿sí? ¿tú crees? no sé... de no ser ella mujer felizmente desposada. Y es que en el fondo va a resultar que soy un tipo de lo más tradicional. Coñe.



diciembre 01, 2010

¡Me mola lo tuyo, Nicholson Baker!



Bueno, bueno. Cuatro entradas, cuatro, en los dos últimos meses. A eso ni siquiere se le puede llamar un ritmo de actualización "laxo". Está bien, lo reconozco, me han pillado: soy un vago. No hay más misterio. O si lo hay interesa a poca gente aparte de mí. No crean, sin embargo, que desde aquí no puedo oír los reproches de algunos de ustedes. Oigo: "¡Vaya por Dios!, jamás pensé que acabaría convitiéndose usted en un bloguer mierder..."; o bien esto otro: "Javier... Te tengo calado. Javier... ¿Dónde vas a estar?... A la mínima que te descuides te pego una paliza, Javier..."; y esto también, claro, por supuesto, cómo no: "¡Hijo de puta!, ¡hijo de puta!, ¡hijo de puta!... Desde que te estás haciendo de oro vendiendo tu jodido libro de mierda ya no te juntas con la turba, ¿eh?, ¡¿eh?!, ¡Hijo de putaaa!".

Es gente que me quiere bien y a la que le devuelvo el calor a mi manera.

Por lo demás, observo la cara de Nicholson Baker y no puedo dejar de decirme: este tío es un cachondo, con esa cara tiene que ser un cachondo de la hostia. Y bueno, una vez leído su antólogo cabe decir que lo es, un cachondón redomado, las gracias que le doy por las que le he reído. Gracias.

Ustedes, muchos de ustedes, no todos, pero sí unos cuantos, unos pocos, varios de ustedes, sí, ya sé qué me van a decir. Que es una novela sólo apta para iniciados. Para una pequeña élite de sabihondos de la poesía. Y de la poesía anglosajona, además. Y yo se lo concedo. Que sí, que sí, que prácticamente cualquiera puede echarse al gaznate el último Ken Follett pero a ver quién es el listo que no oye campanas sin saber dónde con nombres como Elizabeth Bishop, Karl Shapiro o Louise Bogan. Sobre todo en un país como éste, esta tierra baldía en la que tan poca poesía se lee, tan poca de la poquísima que se edita, sobre todo poesía traducida. En fin.

Se lo concedo todo. Qué les voy a decir. Que cualquier Ken Follett sea más del palo de la mayoría que unos íntimos Ángel González o Ungaretti es una torsión del espacio-tiempo de la lógica que ni se entiende, ni se explica, ni hay Dios que la remueva. Para qué insistir... La vida. cualquier vida, pero sobre todo la mía, es demasiado corta...

No obstante, aparte de los poetastros y su poesía, que dejan al margen a casi todos, está el sentido del humor, que a todos interesa, o debería, porque es el espejo convexo que deforma nuestra vida puta y sin talentos. Y es ahí donde quise llegar desde el principio. A la cara de chachondo de Nicholson Baker, que ya antes incluso de leer la novela, desde la misma solapa de El antólogo, se lo recuerdo, es ya toda una garantía del buen e inteligente chascarillo. Qué difícil es hacer reír en literatura y qué poco se pondera, y este tipo, Baker, consigue que te partas la caja una media de cinco veces cada tres páginas. Es una aproximación dudosa, cierto, pero aproximación en cualquier caso.

De modo que no voy a exprimirme las meninges intentando explicarles por qué deberían leer el libro de Baker en lugar de, pongamos por caso, el último tochano de Frank "impronunciable" Schätzing. Al fin al cabo, ya les avisé: yo soy un vago. Y ustedes acabarán leyendo lo que le salga de los reales. Para qué insistir...

La vida, cualquier vida, pero sobre todo la mía, es demasiado corta. Y necesito todo esa cantidad infumable de tiempo para leer... Conste que no lo digo yo, lo dice el propio Baker: "Me he desperatdo con un pensamiento muy agradable. En el mundo queda un montón de cosas por leer".

Pues eso.