Resistencia en el flanco débil

diciembre 26, 2010

Muerte de un tiñalpa

En la solapa de Sukkwan Island comparan a su autor, David Vann, con Cormac McCarthy y Ernie Hemingway, casi nada; la primera comparación se me antoja de cajón y la segunda, gratuita, un lugar común tan baqueteado como lo pueda ser Kafka, al que antes o después todos los editores y críticos pretenden que todos los escritores se parezcan. Filfa. De todos modos, si es que al menos por esta vez las comparaciones no son odiosas, la novela de Vann respira y expira tanto McCarthy que uno no sabe si los pulmones que le dan el fuelle pertencen a éste o bien a aquél. Si La carretera era la historia de un padre y un hijo en mitad de la autovía del fin del mundo, universales; Sukkwan Island es la de un hijo y su padre tiñalpa en mitad del culo de un mundo, éste nuestro de ahora y aquí, todos ellos particulares. El protagonista de McCarthy era "El Padre", con mayúsculas, es decir: todos los padres; mientras que el protagonista de Vann es sencillamente un gilipollas, como los hay a patadas, cierto, mas no extrapolable, porque aunque hay mucho idiota y mucho anormal pateando el mundo, cada cretino es él y sólo él, y es por tanto Uno, singular e intransferible. McCarthy habla de la Idea de Padre, en modo platónico, monolítico, casi casi totémico, en tanto Vann retrata al padre cafre, pusilánime y egoísta que tantos de nosotros podríamos llegar a ser. Usted, usted, yo mismo, pero sobre todo usted... sí, sí, usted, no me haga como que no se da por aludido. Sukkwan Island es un mal viaje que se digiere bien, sin embargo, mientras La carretera era un viaje peor, que no se digería de ninguna manera. La superioridad de McCarthy, si acaso, reside en el bombardeo inasequible de desesperanza, que no hay estómago que le pueda, pero no el tratamiento de fondo, que es infinitamente más simple que el de Vann. Eso sí, ambos dos coinciden en la moralina facilona y perversa: que en cuanto no hay mujer de por medio, ocupándose de la casa y de la chavalada esto es, "Famlia-como-lo-manda-el-Buen-Dios", a los hombres, a los machos, quiero decir, se nos va la castaña. Pues vale. Lo capto. Si tú lo dices... Con todo, si alguna comparativa no es odiosa ésa es desde luego la que juega el palo de Werner Herzog y su Grizzly man, el tontolaba aquél, que creía que todos los osos podían y debían ser amorosos. Y la cosa acabó como acabó: se lo jalaron. Y es que el gallinero está hasta la bandera de tiñalpas que todo lo esencial lo entienden tarde y mal y nunca.

diciembre 22, 2010

Estocolmo era una fiesta



Lo mío con Strindberg, con el Strindberg prosista, para más señas, no tiene sazón ni tiene epíteto, es un nonsense de raíz superlativa. ¡Toma! Recuerdo aún cuando su Infierno, madre mía, aquel libro que casi casi sí; estuvo a esto de acabar conmigo. El Strindberg autobiográfico es un auténtico peligro para la integridad sicosocial del inerme lector. El tipo es capaz de tirarte a la cabeza ingentes cantidades de morralla, su basura de días, durante inabordables párrafos, y tú, ahí, aguantando el chaparrón, cada tres páginas lo quieres estampar contra la pared, hasta que a la cuarta remonta y vuelve a engancharte con algún aguijonazo de lucidez pasando a sable tus circunvoluciones. Transitas del ey, Strindberg, hijo de puta, por qué quieres destruirme de esta manera, al, ah, pedazo de mamón, ésta te la tenías bien escondida, diablo... Así todo el rato. Lo que en resumidas cuentas no desemboca de otro modo que éste: Strindberg, eres un cabrón.

Solo es una obra mucho más corta que Inferno y por eso mismo, a priori, sus posibilidades de joderte bien deberían menguar. Pero no. Sus poco más de cien páginas son extensión y oportunidad suficientes para aniquilarte a poco que bajes la guardia... Solo es el diario y quehacer de sus últimos días, sus días de viejo y enfermedad. Strindberg quiere estar solo, quiere trabajar solo, quiere cascar solo y en paz. Se refocila en el cieno de su soledad voluntaria como un cerdo. ¡Pasad de mi culo, turba!... Pero a la vez no quiere. Strindberg no quiere estar solo. Morir solo. Sentarse solo en su escritorio a trabajar. Siente la vida como un larguísimo tique de caja y no se decide, no sabe qué hacer, si repasar la cuenta o tirar el recibo a la basura. Lo suyo es el teatro; la dramaturgia, quiero decir. Y la pelma. La pelma también. De resultas de ésta, su pelma autobiográfica, tenemos toda la escuela escandinava de novela criminal, se me ocurre: A estos niños albinos les hacían leer a Strindberg en la escuela, y acabaron detestándolo, claro, fataba más, pero como ya no lo podían matar decidieron escribir novelas de crímenes truculentos bajo el hielo y la aurora boreal. Todos los cadáveres de la novela criminal escandinava son Strindberg, si eso...

Pero está lo otro: que yo a un tipo que escribió el párrafo que sigue a continuación, cuando le quedaban tres telediarios, le mordían el culo los perros de la muerte, yo a un cabrón así, Strindberg, por ejemplo, ya que estamos, se lo perdono casi casi todo; la tabarra, por descontado.

"Allí me senté. ¡Todo estaba detrás de mí! Todo estaba terminado. Las batallas, la victoria, la derrota, la amargura y el placer. Y entonces, ¿qué? ¿Estaba viejo y cansado? No. La batalla se encarnizaba tan salvajemente como nunca, a mayor escala y para objetivos más importantes, siempre, adelante, adelante. Y si mis enemigos se habían situado delante de mí, ahora se ubicaban tanto delante como detrás. Sólo había estado descansando para el próximo avance. Y mientras me sentaba allí, en ese sofá, me sentí tan joven y tan listo para la pelea como en el pasado. Sólo que ahora el objetivo era diferente; los viejos hitos quedaban atrás, muy detrás de mí. Aquellos que habían quedado atrás querían retenerme a mí también, por supuesto, pero no podía esperar. Y por ello tendría que seguir solo mi propio camino, explorando los páramos, buscando nuevos caminos y abriendo nuevas sendas, algunas veces defraudado por espejismos, obligado a volver hacia atrás, pero no más allá de los caminos transversales, y luego hacia adelante otra vez".


August Strindberg
Solo, en versión de Alejandro García Schnetzer.





diciembre 13, 2010

Ontología de la Sala de Espera


Como lector, estoy siempre en la misma encrucijada, una encrucijada que es una trampa, una trampa que es muy sofisticada, o yo muy bobo, porque me da la impresión de que jamás la voy poder dejar atrás: esto, explicado para los niños y los no tanto, viene más o menos a ser lo siguiente: que me debato entre el lector sufrido y suicida, cuasi pugilístico, que gusta de intercambiar golpes con el escritor a través de las páginas, y el lector pasivo y complaciente que sólo busca evadirse y pasarlo bien. Me gustan las dos opciones y a la vez no me gusta ninguna, depende de cómo amanecí al día, o quizá lo que me revienta es tener que escoger. Y como no me da la gana, no quiero decantarme por ninguna, ahí sigo, en la encrucijada, sólo acompañado de los criminales ahorcados y la mandrágora que nació de su último semen... Inconvenientes de leer antes El Innombrable de Samuel Beckett que 20000 leguas de viaje submarino, supongo. En este caso el orden de los factores sí parece dar por el saco, y bien.

Para leer Cinco canciones de cuna, por poner un ejemplo, no te puedes plantar ante la primera página con la ropa de los domingos, porque te echa fuera a las primeras de cambio. De hecho, todavía no he leído nada de Fco. Javier Pérez que no te deje echa jirones la ropa de los domingos, y a día de hoy ya llevo cuatro libros suyos en mi haber. El tipo te obliga enfundarte el mono de trabajo. Te está diciendo: "Yo me he dejado las vísceras pariendo todo esto, pero ahora tú vas a partirte la cara con el texto". Es un escritor que exige del lector hasta la última gota del zumo de sus sinapsis. Quizá me equivoque, pero apostaría doble o nada a que también leyó, no sé, a William Burroughs antes que a Verne...

Y es lo que decía antes de la encrucijada, que me toca la moral que me obliguen a desempolvar el mono de trabajo, porque uno es muy vago, cierto; porque casi siempre anda en estado de asco o rabia o cansancio terminal, sí; y porque además está también la envidia cochina, el ego hijoputa de escritor, ese genieciello perverso que te susurra al oído que esto lo ha escrito un coetáneo y que has de negarlo por defecto, pensar que es una mierda, en consecuencia, y que dónde va a parar, que lo tuyo es mejor, aunque en el ínterin a la verdad no haya quien le eche trapos encima... Pero a la vez no puedes dejar de pensar olé tus huevos, cabrón, y dale, venga, te metes en el texto a cara de perro, armado hasta los dientes cual John Rambo encaraba un avispero de Chalies.

"El cielo es un glaucoma gris que no sólo cae sobre el hospital sino que lo rodea, lo delimita y le da forma". Ésta es la primera frase, la primera imagen de Cinco canciones de cuna, que no sólo rodean, delimitan y dan forma al hospital del libro, también hacen lo propio con el espíritu del lector que ose adentrarse en los límites de esta novela, que más que novela acaba por convertirse en un estado mental, angustiante y mefítico. Hay un dolor negro y turbador que subyace a la lectura de este libro, y que te acompaña en los días siguientes, que vuelve, como una náusea, cada vez que piensas en él, y ese algo es, creo, la entronización de la enfermedad. La enfermedad y no la muerte. No ha habido en la historia hombres tan enfermos, en todos los sentidos, como los que hoy son, y el hospital-purgatorio de Cinco canciones es su perfecta metáfora. Vivimos, más que parar morir, para enfermar: enfermar y morir o enfermar y seguir enfermos. Y aquí es donde Fco. Javier Pérez castiga más duro el hígado, quizá porque da en el clavo. ¿En qué momento dejamos de ser seres para la muerte y nos transformamos en seres para el padecimiento? ¿Qué clase de futuro aguarda a una sociedad de mentes decrepitas sustentadas en cuerpos cacucados, estirado su reloj biológico hasta el absurdo por medio de la técnica y de la farmacología? ¿Cómo coño cabe el concepto de Dios en una sala de espera?... Puede que el Viento Negro sea todas las respuestas.

Lo demás y ortodoxo que yo podría añadir sobre Fco. Javier Pérez y sus Cinco canciones de cuna también sobre su Hierático ya lo ha dicho Javier Calvo, así que poco puedo hacer salvo adheririme y recomendarles le echen un vistazo a su post. Si acaso, tomarme el tiempo y espacio necesarios para reivindicar las ilustraciones de Fidel Martínez así como la preciosa edición de Aristas Martínez. Exquisitos todos. Pruébenlos estas navidades... Puede que a algunos no siente del todo bien el viaje, pero para eso inventamos el omeprazol.



diciembre 08, 2010

Ese Cheever... ¡Y ése también!




Miro a la estantería de mi izquierda y veo el lomo blanco y ancho de la biografía de John Cheever. La de Blake Bailey. De Duomo ediciones. 42 napos del ala. 885 páginas. No hay posible confusión... Llevo viendo el lomo blanco y ancho y virgen de la biografía de John Cheever alrededor de dos meses, cada vez que miro a la estantería de mi izquierda. Desde que lo compré. Es decir, desde que desembolsé los 42 eurazos del ala que cuesta, esperemos que también los valga. Apenas si he podido echarle una mirada. Lo que es una auténtica pena, se mire por donde se mire, sobre todo si la que mira es mi cartera... Justo ahora que ya tenemos en la tocha los tufos navideños de rigor, cuando sea que caiga la típica y tópica y cansina cantinela del qué le deseo yo al nuevo año, miro a mi izquierda y, lo tengo claro, ojalá me den unas buenas anginas, de las de fiebre y antibiótico al canto; o un gripazo de los gordos, de esos que nunca me dan, porque no he tenido un solo atisbo de gripe en todo mi chusco de vida; o bien se me lleven por la pata abajo unas buenas cagarrinas estentóreas... 2011 de los cojones, tú que casi todo lo puedes, no en vano eres el año que precede al del apocalipsis más rentable de toda la Historia, bendíceme con una semanita de cama y de baja. Sólo una semanita. A lo sumo diez días. Lejos de todo y de todos. Para leer estirado y tranquilo y más feliz que un ocho las ochocientas páginas de la biografía de John Cheever. La de Blake Bailey. De Duomo ediciones. 42 napos del ala costó la cosa. (Señores próceres de Duomo: noten que he nombrado tres veces su libro y dos su sello editorial, eso sin contar los cuarenta y pico eurales que ya apoquiné en su momento, conque no me sean de la Hermandad del Puño Cerrado y dejen caer algo suculento en mi calcetín estas fiestas, tan señaladas.)

Lo que sí he leído es Fall River de Tropo Editorial. (Señores próceres de Tropo: no me sean menos que los de Duomo, que al fin y al cabo el post va a ir de su libro...) Que contiene, en teoría, los relatos que un principiante e incipiente Cheever publicó en revistas y otras gacetillerías de mal vivir, nunca en libro, y que prologa el ubicuo Rodrigo Fresán (De dónde saca este hombre tiempo y fuelle para tanta letra, ajena y propia, es un misterio que me tiene acongojado...)

Hay al menos tres cuentos en Fall River que justifican plenamente la lectura de esta antología de marginales: "Saratoga", "La oportunidad" y "Autobiografía de un viajante", el último de los cuales, además, debería hacer que todos guardásemos un minuto de silencio en honor a la literatura. La breve literatura. En honor a lo que significa contar una historia, una vida, en siete páginas, y dejar al lector compungido y sin aliento. Noquear al respetable en el estrecho margen de unas pocas páginas, con un último párrafo en forma de uppercut demoledor. Un arte que está desapareciendo.

Luego miro esa foto de un Cheever ya mayor, en su escritorio, poniendo esa cara de ratoncillo de campo que se ha de comer el búho de la noche, y acto seguido pienso que bien, que sí, que estaría de puta madre, la verdad, pasarse una semanita, diez días incluso, de baja y de cama, haciendo buenos esos 42 maravedises. Y abrir al fin la blanca y ancha biografía de Blake Bailey. Y meterme dentro. Y estirado, tranquilo, más feliz que un ocho, bajarme del mundo.



diciembre 06, 2010

Memorias de un paranoide sarnoso


Hoy más que nunca estoy por la buena gente que escribe con el sentido del humor por bandera, gente obsequiosa con su vis cómica, que nos regala sus párrafos, sus páginas enteras de apretada letra cachonda, para que los demás las ríamos, y tan contentos. Gente, en suma, que no te pega el palo. Que ya es mucho.

Entiendan que entiendo que Carlo Padial es gente de ésta que digo. Persona pura y dentro un alma coñona, un cerebro descerebrado, ávido de conspiranoias, así como también, como no podía ser de otra manera, algunas vísceras cerúleas. Su Dinero gratis se me antoja para enmarcarlo. Qué coño. Déjense de marcos. A la mierda los marcos. Para leerlo primero. Releerlo después. Y tirárselo finalmente a la chepa del primer viandante ciudadano que nos crucemos con rostro de vara, cejijunto y porculizado, a ver si se le contagia algo, se echa unas risas y de paso se le cae esa máscara de inmunodepresión...

Hay, como en toda antología, altos y bajos y cosas que que ni fu ni fa, y esto es un axioma, un de cajón, y no hay Dios que se salve de la quema, sobre todo si es que hablamos de relatos. Pero lo que no hay son cosas que no se entienden, de esas que no hay por donde cogerlas, ustedes saben de qué hablo, confío. Y ya está bien que sea así, joder. Un miembro de la postnocilla yo no soy periodista cultural pero también sé sacarme etiquetas del sobaco; prueben ustedes también en sus casas, verán qué facilísimo, un postnocillar, como decía, que tiene claro a qué juega; que sí, que sí, que ya sabemos todos que la escritura es una cosa muy onanista y muy de mirarse la pichula y ver qué carajo de cosa amorfa somos de prepucio para adentro, pero que una vez le das al "publicar" el asunto pasa a ser juego de dos: tu alma en venta por 16 cochinos euros.

Por lo demás, Padial es un androide paranoide, un replicante obsesivo-compulsivo, un hatillo de calostro envenenado y genes enfermos que siempre mira de reojo y detrás de cada esquina cree ver a un Harrison Ford apuntándole a la mochera. A fuerza de narrar un mundo en el que casi nada es lo que parece, pero en el que todo lo que parece basura en efecto lo es, los personajes de Padial, histriónicos, patéticos, perseguidos, son el contrapunto de lucidez a una realidad que se ha convertido definitivamente al enobismo gilipollas y la biempensancia subnormal. Gritan: "¡¡¡Pero es que no os dais cuenta de que este mundo que nos hemos construido es una puta mierda!!!"... Y acto seguido salen corriendo, porque todo el mundo subnormal los señala, quieren acabar con ellos, machacarlos vivos: Padial y sus paranoides son Donald Sutherlands en un mundo dominado por los ultracuerpos de la Barcelonísima moderniqui.

Azote de posmodernetas punkbloggers, twittermaniacos starbucks y adictos al spotify, Dinero Gratis es la hostia con toda la mano abierta que tanta "basca guapa" andaba necesitando, pero de la que no se apercibirán, no obstante, porque para dar y recibir bastonazos hay que estar en el circo, patear las aceras llenas de muerte y cagadas de perro, y a estas alturas ya los hay que no están para otra cosa que clicar el "me gusta" y actualizar la foto de perfil cada quice minutos...

Ya que estamos por decirla bien gorda, me aventuro: Carlo Padial, o cualquiera de sus sosias doppelgängers, transfigurado en homeless Lobo-Ninja, lanzando elepés vinilos como shurikens acerados al cuello del ínclito Kiko Amat. He ahí la idea.




diciembre 03, 2010

Australia es la bragueta de Dios



Aquí un servidor, a sus 32 añazos, ya pertenece muy a su pesar a esa generación de escolares cafres que era encasquetarles una lectura obligatoria, la que fuese, y perder el culo a ver si se había hecho peli o qué. Y vaya si circulaba, la adaptación de marras, en cintas de aquellas mamotreto, VHS, allá por los primeros noventa, cuando el tráfico de cultura se hacía por amor al arte o por vagancia, una de dos, aún no por coleccionismo o el vano acumular, y la era digital y la dictadura de la SGAE no se barruntaban más que como amenazas fantasma. Qué vergüenza...

También hay que reconocerlo: no toda pero sí mucha parte de culpa de aquello la tenían, cómo no, ciertos profesores, más que profesores interfectos, individuos, gente chunga, que imponían lecturas de mierda a sabiendas, con el ojo avizor premeditadamente en el culo, poco menos, eso cuando no con el caciquismo por bandera, que aún recuerdo cierta profezuela entre cuyas lecturas "recomendadas" eufemismo gilipollas siempre había al menos un título escrito por ella. Y venga: ¡fuera escrúpulos y que caiga sobre mí el pecunio de las reediciones! Vergüenza vergüenza...

Todo esto viene a cuento de Picnic en Hanging Rock, el libro, no, bueno, la película, no, estooo, bueno, tanto da, porque libro y peli son prácticamente idénticos; el paraíso del estudiante perraco, vamos. La película es mejor, claro, porque es una obra cumbre del fantástico moderno y porque es más valiente, Peter Weir fue un genial depravado y dio el paso más allá haciendo explícito aquello que Joan Lindsay no supo o no quiso sacar a la superficie, y que no fue otra cosa que una enorme, atávica y oligofrénica metáfora sexual. Hablando en plata: que la Roca de Joan Lindsay devora a las chicas perdidas, las hace desaparecer de la faz de la tierra; la de Peter Weir, en cambio, se las folla. Sin más. Cualquiera que no haya visto la adaptación de Weir se escandalizará con lo que digo... Cualquiera que la haya visto y no sea un mojigato puritanín sabe que lo que digo es el honor a la verdad.

La montaña las quería, y ellas se hallaban de lo más receptivas, porque estaban en la edad, qué carajo; porque se morían de aburrición en aquella escuela de señoritas repipi; porque se habían hartado del tribadismo; qué se yo. El caso es que las quería, la montaña, toda ella magma fálico y espermático eyaculado desde las entrañas de la Tierra, puesto a endurecer al sol. Las quería y se las llevó. Incluida la profe solterona, que de repente descubrió en mitad del picnic que a nadie amarga un plátano, que nunca es tarde si la dicha o la picha es buena. A ella también se la trajinó. A la gordita no. Por ladina y por cretina, a ésa la dejó sin postre. Mal no debieron pasarlo, allá donde demonio fueren a desvirgarse, pues ninguna quiso volver. Bueno no, una sí, la escupió la roca colgante, la Hanging Rock, la expulsó de la bacanal, sin ropa interior, borrada la memoria, supondremos que porque no pasó el corte...

Claro que para que hubiese un Peter Weir filmando telúricas voluptuosidades a pie de roca primero tuvo que venir la Lindsay a escribirlo todo. Yo me lo he pasado pipa estos días asistiendo a este pequeño drama pseudovictoriano con canguros al fondo, mezcla del Henry James que sabía escribir es decir, el Henry James que no dictaba y un Cocodrilo Dundee fin de siècle aquí ya me he pasado tres aldeas, lo sé, pero es que a estas alturas ya me estoy gustando y no pienso parar. Lindsay escribe con una elegancia del siglo XIX en 1967, cosa que se agradece, y luego, además, es bastante perra con los personajes que no le caen bien, que no nos caen bien, actitud ésta, despótica y cabronesca, que también me parece loable, ya que de tanto en cuando también es sano dejarse en casa las neuralgias literarias y confundir la justicia poética con el Deus ex Machina. Por qué no.

Mención especial me merece la institutriz exógena, Mademoiselle de Poitiers adorables las dos, tanto la de letra como la de película, pero sobre todo ésta última, toda ella chic y francesa, con la que no dudaría en encamarme hasta el fin de los días y por la que me cortaría una oreja ¿el par? ¿sí? ¿tú crees? no sé... de no ser ella mujer felizmente desposada. Y es que en el fondo va a resultar que soy un tipo de lo más tradicional. Coñe.



diciembre 01, 2010

¡Me mola lo tuyo, Nicholson Baker!



Bueno, bueno. Cuatro entradas, cuatro, en los dos últimos meses. A eso ni siquiere se le puede llamar un ritmo de actualización "laxo". Está bien, lo reconozco, me han pillado: soy un vago. No hay más misterio. O si lo hay interesa a poca gente aparte de mí. No crean, sin embargo, que desde aquí no puedo oír los reproches de algunos de ustedes. Oigo: "¡Vaya por Dios!, jamás pensé que acabaría convitiéndose usted en un bloguer mierder..."; o bien esto otro: "Javier... Te tengo calado. Javier... ¿Dónde vas a estar?... A la mínima que te descuides te pego una paliza, Javier..."; y esto también, claro, por supuesto, cómo no: "¡Hijo de puta!, ¡hijo de puta!, ¡hijo de puta!... Desde que te estás haciendo de oro vendiendo tu jodido libro de mierda ya no te juntas con la turba, ¿eh?, ¡¿eh?!, ¡Hijo de putaaa!".

Es gente que me quiere bien y a la que le devuelvo el calor a mi manera.

Por lo demás, observo la cara de Nicholson Baker y no puedo dejar de decirme: este tío es un cachondo, con esa cara tiene que ser un cachondo de la hostia. Y bueno, una vez leído su antólogo cabe decir que lo es, un cachondón redomado, las gracias que le doy por las que le he reído. Gracias.

Ustedes, muchos de ustedes, no todos, pero sí unos cuantos, unos pocos, varios de ustedes, sí, ya sé qué me van a decir. Que es una novela sólo apta para iniciados. Para una pequeña élite de sabihondos de la poesía. Y de la poesía anglosajona, además. Y yo se lo concedo. Que sí, que sí, que prácticamente cualquiera puede echarse al gaznate el último Ken Follett pero a ver quién es el listo que no oye campanas sin saber dónde con nombres como Elizabeth Bishop, Karl Shapiro o Louise Bogan. Sobre todo en un país como éste, esta tierra baldía en la que tan poca poesía se lee, tan poca de la poquísima que se edita, sobre todo poesía traducida. En fin.

Se lo concedo todo. Qué les voy a decir. Que cualquier Ken Follett sea más del palo de la mayoría que unos íntimos Ángel González o Ungaretti es una torsión del espacio-tiempo de la lógica que ni se entiende, ni se explica, ni hay Dios que la remueva. Para qué insistir... La vida. cualquier vida, pero sobre todo la mía, es demasiado corta...

No obstante, aparte de los poetastros y su poesía, que dejan al margen a casi todos, está el sentido del humor, que a todos interesa, o debería, porque es el espejo convexo que deforma nuestra vida puta y sin talentos. Y es ahí donde quise llegar desde el principio. A la cara de chachondo de Nicholson Baker, que ya antes incluso de leer la novela, desde la misma solapa de El antólogo, se lo recuerdo, es ya toda una garantía del buen e inteligente chascarillo. Qué difícil es hacer reír en literatura y qué poco se pondera, y este tipo, Baker, consigue que te partas la caja una media de cinco veces cada tres páginas. Es una aproximación dudosa, cierto, pero aproximación en cualquier caso.

De modo que no voy a exprimirme las meninges intentando explicarles por qué deberían leer el libro de Baker en lugar de, pongamos por caso, el último tochano de Frank "impronunciable" Schätzing. Al fin al cabo, ya les avisé: yo soy un vago. Y ustedes acabarán leyendo lo que le salga de los reales. Para qué insistir...

La vida, cualquier vida, pero sobre todo la mía, es demasiado corta. Y necesito todo esa cantidad infumable de tiempo para leer... Conste que no lo digo yo, lo dice el propio Baker: "Me he desperatdo con un pensamiento muy agradable. En el mundo queda un montón de cosas por leer".

Pues eso.


noviembre 10, 2010

Merci à tous

El Beso de Borges acompañado del resto del catálogo de Equi-librio

Tras un fin de semana de intensas emociones y un intenso no parar de vivir sensaciones nuevas, conocer nuevas personas, hoy toca la crónica. Y pienso que quizá la mejor forma de contarlo sea agradecerlo. De hecho, no puede ni debe ser de otra manera.

Gracias, por tanto y en primer lugar, a Gonzalo Navarro, editor del libro, sin cuyo apoyo nada de toda esta increíble aventura habría siquiera comenzado. Su confianza en mi escritura significa, en cierto modo, el aval que andaba buscando para seguir creyendo en cierta forma de narrar, que poco, muy poco tiene que ver con los cánones de le edición comercial. El riesgo que ha asumido al publicar mis textos es, en consecuencia, muy grande. Tan grande como el agradecimiento que desde aquí le profeso.

Gracias a Anne-Lyse Thomine por la traducción, o mejor, por su versión en francés de El beso de Borges, sé que no habrá sido un encargo precisamente fácil, habida cuenta de lo heterodoxo y retorcido que puedo llegar a ser en mi redacción cuando me suelto, amén de esa hijoputesca adicción que siento hacia ciertos circenses juegos de palabras.

Instantánea "en escorzo" del Doctor Frankenstein y su criatura...

Por supuesto, gracias también al Centre Culturel Franco Espagnol de Nantes por invitarnos. A Gonzalo para hablar de Éditions Equi-librio en particular y de la situación del sector editorial francés en general. Y a mí para hablar de mi libro. En plan Umbral, oye... A lo grande y que no decaiga...

Y finalmente, aunque no por ello menos importante, al contrario, gracias a Julia Gómez y a Elise Canneson, que me fueron a recoger al aeropuerto el viernes y me llevaron al aeropuerto el domingo, que tuvieron a bien sacrificar su tiempo y su agenda para no dejarme solo en Nantes, ciudad de Verne, del Loira, de Ana de Bretaña, de las Galletas Lu... Que no me dejaron abandonado y perdido en Nantes, con mi triste francés de mediocre estudiante de secundaria. Porque eso sí, señores, si algo tengo claro después de este fin de semana, eso es que mi francés de instituto está hecho mierda, pura fosfatina.

Julia, en plenas labores de traducción simultánea (sobre mi oído malo)

El encuentro fue una gozada, hubo público, hubo preguntas, réplicas a preguntas, sus subsecuentes contrarréplicas, y también hubo risas, confusiones, lapsus, dislexia, café, galletas, libros y dedicatorias de libros, así como un astisbo feroz y feraz de que, quizá, sólo quizá, tal vez las palabras, o mejor entendido, el amor a éstas; la palabra hablada, la palabra escrita, podrá intentar algún día arreglar este mundo nuestro, también él, como mi francés, hecho fosfatina.

Aunque pueda paracer lo contrario,
no estaba durmiendo mientras Gonzalo hablaba...

noviembre 05, 2010

El Borges besucón y otros sinsentidos del montón

Hoy es un día de ésos, bueno para nada, se nota en este aire cargado de aprensiones, se siente en la caja de ritmos del corazón, que suena árida y como buscando traviesa el contrapié, a ver si en una de ésas voy, tropiezo y me pego la de Dios. La noche es la noche, pese a todo, y una vez la manecilla de las horas deja atrás la marca de las doce el doble cero; hagan, caballeros, sus apuestas puede pasar de todo. O eso me gusta pensar.

Por lo pronto parece que conmigo se va a complir aquello popular que canta lo de que nadie es Profeta en su Tierra. Después de una larga espera, muy larga espera, mi primer libro de relatos ya ha salido de imprenta. Una imprenta francesa para más señas. Si El beso de Borges y otros absurdos cotidianos tiene hoy cara y ojos y versión en francés de Anne-Lyse Thomine es sólo gracias a la apuesta de Gonzalo Navarro y su pequeña gran casa de edición bilingüe Equi-librio Éditions. No puedo estar más en deuda con el tesón de este hombre. Gracias. Muchas gracias.




octubre 12, 2010

"George Lucas arruinó mi vida"... La tuya y la de tantos...


De vez en cuando hay que dar oportunidad a lecturas que, en apariencia, no conducen a nada. Es una especie de desintoxicación, de purga, el enema de la chola loca bibliofrénica. Empecé Mi vida en esta galaxia con esa intención de pasarratos y de piloto automático, de deslizar la vista por los párrafos y no pensar, para acabar descubriendo a las pocas páginas que no, que aquí había tema, que hay que haber sobrevivido a un par de infiernos y tragado mucha mierda para reírse uno de sí mismo como lo hace Carrie Fisher en estas páginas sin desperdicio, a medio camino entre la íntima confesión y el libelo bomba lapa.

En contra de lo que pudiese parecer, los últimos que deberían leer este libro son precisamente quienes más lo van a comprar —porque leerlo no sé si lo van a leer, muchos quizá lo empiecen pero no sé si todos lo acabarán—, de modo que fanáticos de Star Wars, ¡cuidado!, ya que, entre otras cosas, Mi vida en esta galaxia es un ajuste de cuentas con George Lucas y su saga galáctica de una mala leche considerable. Por el contrario, los destinatarios de estas pequeñas memorias del subsuelo hollywoodiense —ese planeta marciano— son todos aquellos que, con el sentido del humor por bandera, no tienen escrúpulo alguno en carcajearse de todo y de todos, empezando, cómo no, por sí mismos.

De vuelta de todo y camino de la última estación, la Fisher se enseñorea en sus debilidades para dar cuajo a una voz tan a la vez lúcida como cínica como despanochante. Lo de menos es que en estas apenas 170 páginas reciba hasta el apuntador de la Estrella de la Muerte: desde sus padres, Debbie Reynolds y Eddie Fisher, hasta Harrison Ford; pasando por el mencionado y odiado Lucas; su exmarido y cantante, Paul Simon; George Bush hijo y hasta el gremio de psicólogos y psiquiatras que la trataron a lo largo de sus años de depresiones y adicción; porque la clave está en el aserto irreverente de que las aspiraraciones de felicidad a ultranza son una falacia que sólo conduce al dolor y a la enfermedad, y que cuanto más en serio se toma uno esta vida, a sí mismo y a cuantos le rodean, más lejos se está de cualquier género de significado o asidero.

A estas alturas de Historia de la Química, partirse la caja aún sigue siendo la mejor terapia de desintoxicación, la mayor salud que hay. Así que fúmense ustedes este libro o inyéctenselo en vena. Pasarán un buen rato y se echarán unas risas. Falta nos hace.

octubre 03, 2010

Oscuro objeto del deseo es Don Dinero




En lo literario, Union Atlantic es un río tranquilo, de esos que ni aun crecido se llevaría a nadie por delante. Discurre temperado y sinuoso, ni ofende ni sorpende, con el agua justa. Y fin. Y punto. Y lo que viene después es el océano del olvido literario. Si acaso, por sacar algo, la novela de Haslett rezuma un tufo algo maniqueo, que acaba por irritar: de un lado están los inmorales que juegan a ser Dios con el dinero de los demás, a los que todo importa un huevo, y que acaban saliéndose de rositas; del otro están las buenas y honradas gentes, mártires de su propio y recto obrar, a quienes un injusto demiurgo parece castigar por su osada sed de justicia. Y en el meollo de todo, el dinero que todo lo pudre. El poder. Sin grises ni matices ni dobleces. ¡Quién pudiese toparse en la vida real con seres tan monolíticos! La de tiempo que ibamos a ahorrar en colas.

Por eso entiendo que la publicación de Union Atlantic es esencialmente coyuntural. Si tanto venden los libros de no ficción sobre la crisis, ¿venderá también una novela? No pongo en duda que en Estados Unidos un libro como el de Haslett puede y debe funcionar, pero me pregunto hasta qué punto es exportable a una latitud e idiosincrasia como las nuestras, acostumbrados como estamos ya a desayunarnos la tostada mañanera untadísima del palabro de moda desde que la democracia es democracia —qué chiste—: y esa palabra no es otra que "corrupción". Qué puede decirnos que no sepamos ya sobre banqueros ladrones, políticos comprables, empresarios mafiosos, precisamente a nosotros, españolitos de a pie, que terminamos inmunizándonos del sistemático saqueo de nuestro bolsillo y nuestra dignidad cuando optamos por asimilar a estos nuevos bandoleros trajeados de la única forma que excluía la ejecución pública: convertirlos en una pieza más del circo mediático, transformarlos en los bufones de nuestra diaria opereta de desheredados.


Porque al españolito de a pie no le importa que le roben una y dos y mil veces si a cambio adquiere la prerrogativa del quejarse eternamente. Tener excusa siempre, un día sí y el otro también, para cagarse en dios y en vuestros muertos y romper de tanto en cuando, de huelga en huelga, un par de escaparates... Eso, no tiene precio.



septiembre 26, 2010

El bacilo de Koch


Todo un desafío hablar de una una novela que tanto aparenta algo que no es, que hasta su última línea, sorpresiva, extemporánea, torva, sinvergüenza, no se revela como lo que es en verdad, a saber: una puñalada trapera al corazón de la conciencia lavable y bienpensante, un coche bomba en el vestíbulo del World Trade Center de lo políticamente correcto. No se dejen engañar por su supuesto argumento de crónica negra, que es todo una artimaña, una trampa bien camuflada, el bueno de Herman Koch demuestra ser un perro viejo de lo más cachondo y se aprovecha de ese vicio lector que nos da con la primera persona narrativa, cuyo caracter esencialmente confesional nos lleva a creer que el personaje, esa voz narrativa a través de la cual conocemos la historia, nos está contando siempre la verdad. Pero no tiene por qué ser así. No se trata de ninguna ley no escrita ni nada por el estilo. Koch lo sabe. Por eso nos la mete doblada. Juego, set y partido. Bien por el autor tulipán...


Novela que no es una, que son dos, la primera de ellas una sátira despanochante sobre las clases acomodadas de un Occidente que hace tiempo se perdió en el ombligo de sí mismo y no sabe por dónde empezar a buscarse la pelusa; si desayunar dulce todos las mañanas ya nos ha vuelto a la mayoría unos mierdas y unos gilipollas, qué imbéciles no se habrán vuelto quienes pagan cuatrocientos euros por una cena vestida de oro pero que sabe a porqueriza... El esnobismo hay que pagarlo sí o sí. Pero la carga de profundidad de La cena está en la segunda parte, esa segunda novela dentro de la novela que bien podría pasar por la reactualización del Señor de las moscas de Golding a la jungla de los menús cinco estrellas y la generación Niní. ¡Que no estamos civilizados, hombre, que no! ¡Que es todo un cuento! Que aquí somos todos unos salvajes y unos brutos y que la felicidad a ultranza es una aspiración fatua, un placebo que nos han inoculado desde arriba, como un bacilo, una enfermedad que no mata pero nos tiene bien controlados, con el fin de echar capas de tierra sobre lo obvio: que nos siguen poniendo cachondos la sangre y el instinto animal, que nos cuesta muy poco convertirnos en bestias y desatar el infierno a poco que nos toquen la cría o la manduca. ¿Y quién dirá que no es así con sólo darle cancha a cualquier telediario?

Resumiendo. Mala leche. Mucha mala leche. Mala leche de la buena.


septiembre 19, 2010

Humorismo y Explicaciones



Imagen absurda que de cierto tiempo a esta parte me viene atacando los cerebros y no es otra que ésta: sale Marty Feldman y salgo yo y el lugar es San Petersburgo, me descubro inerme ante las estrábicas indicaciones del actor y freak británico, que a mi consulta sobre dónde comprar sellos para enviar postales, decide enviarme, infiero, camino de la autopista que conduce a Sebastopol, o lo que es lo mismo, que me vaya con mis estampitas a tomar por culo, más o menos eso. Y si ya suena anormal en sus cabezas, que saben y leen de ello como nuevo por medio de esta letras mías incapaces, traten de imaginar qué no de aliens y gremlins y artefactos cárnicos a transitores despierta en mi chola, que lo recibe cada dos por tres, un día sí y al otro casi casi también, así a lo doméstico, como el que desayuna tostadas y se descubre, una mañana de miércoles, otra vez, con la mermelada agotada, pero en cada ocasión con colores y aromas y miedos pánicos diversos, siendo el rostro y los ojos exoftamos de Feldman siempre los mismos pero siempre también distintos... El día que me dé por echar una vista atrás y me tope con la bufa arquitectura de mis líneas, el envés podrido de la trama de mi paranoia, me va a dar un ictus y un sopor y un tabardillo de los de no volver...


Suerte que sigue habiendo gente por ahí que se saben buscar ellos solitos los sellos y la vida, escrita y pitorreada, y perseveran contumaces en la letra, para bien de tantos que los seguimos y leemos, aun a sabiendas de que todo acto de escritura, sobre todo y por encima de todos el digital, es un desprestigio genético y una molicie intelectual. Rijosa y pendona nómina de gentes ni normales como Rubén Lardín, Joan Ripollès, Javier Pérez Andújar, Marta Peirano, Carlo Padial, Raúl Minchinela, Nacho Vigalondo, Mr. Absence, John Tones, Borja Crespo, Miguel Noguera, Antonio Trashorras y otros cuantos más cuyos nombres o pseudónimos no gloso aquí porque me despeinan el acento circunflejo. Léanlos, padézcanlos o gócenlos, padézcanlos y gócenlos, ahora todos juntos y todos gratis, que no gratuitos —o sí, definitivamente sí, del todo gratuitos— en el invento éste, El Butano Popular.




septiembre 05, 2010

Viva la Vida Puta



A medida que el domingo languidece se me va asentando el fin de semana, desde el viernes cabrón hasta este ahora de pincho moruno, sudoroso, todo mácula, como una película en versión original y al reproductor le da por no abrirme los subtítulos. Emasculado de denotaciones y por supuesto de connotaciones, me muevo, me arrastro más que nada por contexto: todo me suena a cirílico y a arañas negras taconándome pelandronas la base del cerebelo. Que venga Tarkovsky y me lo traduzca a magia o me bajo.

Por otro lado, ya venía cargándome la puta manía del reciente Woody Allen de retratarme el discreto encanto de la pija intelligentsia en formato telefilme. No ha sabido apercibirse de que a estas alturas de circo ya no hay una jodida clase media que le ría los chistes —si es que alguna vez la hubo— y que ahora más que nunca hay unos muy pocos muy arriba, con mucha pasta y un expediente y currículo muy de escuela de pago y el resto somos turba. Como digo, no ha querido apercibirse o bien no le ha dado la gana. Al fin y al cabo estamos hablando de un genio del siglo XX y todo lo último que lleva hasta aquí desde Desmontando a Harry son sus minutos de la basura. Que le quiten lo bailado.

De todos modos me ha gustado la de este año, si quitamos a Banderas, claro, sobre todo si quitamos a Banderas, eso sí, que le den una pastilla a ese hombre, un diazepan, algo... Porque la pija intelligentsia también puede ser gañana, gilipuertas, y eso es un punto que le concedo a Allen a pesar de que me la haya vuelto a colar con la textura telefilm y con la Naomi Watts más destrempante que me he tirado a la cara. Misógino vengativo cuatrojos...

Ah, y también importante: hay un escritor que nunca escribe, no al menos en pantalla, sólo juega a las cartas y lee los libros de otro, y vive del cuento de la escritura mientras la esposa y la suegra le pagan las facturas, mientras se la pela espiando a la vecina exótica y buenorra por la ventana, y roba los libros de otro que previamente había leído porque los suyos son una mierda, o dicen los editores de mierda que sus libros lo son, mierda, aunque a saber quién apesta más en todo este asunto. Qué bueno. Qué risa. Qué copón. Me descojonaría de no ser porque se me atraviesa el despertador.

Y mañana es lunes de nuevo y toca currar.

Y me cago en la puta.


agosto 29, 2010

El centro de la fiebre, corazón de la perplejidad



Se hace difícil hablar de una novela como El ladrón de morfina, tan rebosante de matices y claroscuros brutales, tan rica; una novela tan poco, tan nada novelesca, pero tan narrativa. Y al tiempo tan poética. Porque tiene el ritmo y la cadencia y los pasajes lumínicos que sólo surgen de un talento de poeta... Un placer y un desafío. Un laberinto de asombros constantes, de principio a fin, la mayoría de ellos brillantes en su factura e incómodos por su fondo. Un escritor español del siglo 21 hablando de una guerra tan lejana y tan ajena como la de Corea. Suena intempestivo... Claro que esa guerra concreta, ajena y lejana, es sólo un pretexto, lo sabemos, para hablar de todas las guerras, cualesquiera, o aún mejor, más difícil todavía: el pretexto para hablar de las hombres en guerra, diseccionar su mente socavada, su destruido corazón. Todo el ladrón de morfina es un palimpsesto de voces y tiempos de narración distintos y dísimiles, del pretérito al futuro y vuelta al pasado, del tú al yo pasando por un íntimo nosotros: la montaña rusa de rompecabezas ficcionales orquestada por Sandoval no deja nunca de descolocarnos, manteniéndonos en vilo.

Al cabo, muy probablemente El ladrón de morfina no sea un relato bélico, ni siquiera antibelicista, pues su hábitat es el negro contenido de la entraña en gangrena y la mente envenenada, de las cuales la guerra es sólo la raíz y no la causa. El horror. Ese horror conradiano tan en boca de todos desde que Coppola empezó a ser Coppola, reside en el hombre, le es partícula esencial, su envés tenebroso, y la guerra sólo actúa de espoleta. El último libro de Mario Cuenca Sandoval parece ser, pues, el relato de la caída voluntaria en el sueño de la locura como camino a la vez de redención y de evasión. Que busca la redención para un alma torturada por sus recuerdos, todos y cada uno de ellos, también, remordimientos. Que busca la evasión de una realidad que se ha vuelto intolerablemente absurda, en la que todo está del revés, y de la que sólo una inmersión opuesta, por tanto, la alienación, puede servir como vía de escape.

La locura entendida y servida no como pesadilla sino como sueño inducido —por la morfina, por el espanto, por la culpa—: no como delirio sino como máscara: como literatura. Recordar, inventar y reinventarse en la ficción, en la literatura, ante el horror y el miedo de uno mismo. Saberse humano, demasiado humano, y que eso es una herida —una enfermedad— que no ha de sanar.

Foto: Al Chang (28 de agosto de 1950, Haktong-Ni, Corea)

agosto 18, 2010

El Principio Antrópico o de los Tentáculos bien puestos



En estos días veraniegos —y en verdad negados, no doy una si no es a siniestras— en los que todo el mundo que se cree en posesión de una sinapsis con pedigrí dice la suya sobre el final de Origen, la película sobrevaloradísima de la temporada, la de las capas de cebolla con moho en el centro, la de los ascensoristas astronautas vestidos de Armani, con más trampas y agujeros que los calzoncillos de Bukowski, estaría bien, por ejemplo, devanarse las meniges con los múltiples niveles de ficción y realidad, metaficción y metarrealidad, de los microrrelatos de Javier Esteban, estos sí sin trampa ni cartón, quizá porque la materia esencial de la que se nutren es la potentísima imaginación abierta a la nada, sin preconcepciones, y no, en cambio, la falsa prestidigitación teledirigida de Christopher Nolan.

Se me ocurren pocos libros —es un decir, ahora no se me ocurre ninguno— tan plagados de lugares comunes al tiempo tan irreconocibles, tan nuevos por mutados, tanta es la dosis de radiación de ingenio a la que han sido expuestos. Allá donde el tópico y el mito mil veces ciclostilado son atomizados y convertidos en carne nueva de ficción por los B'52 e Ictíneos Polaris directamente surgidos de la mente de este escritor que no quiere entender la escritura si no es como subversión, nos daremos de bruces con el acerado filo del Principio Antrópico, y ya sólo por eso vale un potosí de los buenos, de los de las minas marcianas...

Esteban es un doctor Frankenstein de poco escrúpulo, un Herbert West de los demonios, a medias Fu-Manchú indoeuropeo, la otra mitad Moriarty radiactivo, auténtico mad doctor de los huevos, nos pone a prueba en cada línea y le importa un pito si te quedas en el tortuoso camino; tus vísceras de perdedor serán pasto de las fauces de zombis crísticos y arcángeles ectoplásmicos: El Dorado de un Nuevo Fantástico abrirá sus puertas sólo a los muy avezados. ¿Cuántos están dispuestos a aceptar el desafío?

Precisamente porque su autor es una verdadera máquina de triturar, procesar y, finalmente, deconstruir cultura, sus relatos, sus textos, los micro y los no, conforman una pequeña máquina infernal de doble filo y sentido inescrutable cuyo combustible, para bien, para mal, es la multirreferencialidad. No cualquier mortal puede campar a sus anchas por sus campos minados de guiños procaces y tributos desdoblados y apócrifos. Lo que es una traba, un contra. Pero lo que es un contra para unos es pro para otros, que nos hemos dejado las pestañas y la vida mamando libros, tebeos y películas de toda catadura. Surfeamos por su mar picado y minado como delfines ígneos... y aun así a veces también nos la pegamos con todo el equipo. Nunca se está suficientemente al tanto y el mínimo desliz se paga caro.

En este sentido, quizá y sólo muy probablemente, algunos que escribimos podamos y queramos ver en el libro de Esteban un toque de atención que empieza a ser espinoso obviar. La generación blogger, que se supone viene detrás de la nocilla y ojalá desbanque pronto a la Ikea, si es que en último término parte de ella pretende dar el salto a la página impresa, deberá considerar en algún momento el prescindir de un lector online, casi siempre afín y también casi siempre bien dispuesto, tras la pantalla, para apuntalar su literatura. Al fin y al cabo, entiendo, se trata de narrar historias, y ahí afuera, quiero decir, "ahí afuera", en las librerías, los lectores cómplices son los menos, y muy pronto empecerá a cotizar en la Seguridad Social una estirpe —me produce sudores fríos utilizar el término "generación" en este caso— de jóvenes que piensa que Hal 9000 ha de ser por fuerza lo último en hipervideojuegos o un fijador para la cresta, una de dos.

Lo fundamental, sin embargo, es que Esteban ha escrito lo que le ha salido de dentro, con una sinceridad y una integridad que son prácticamente un suicidio, y por encima de todo, con sentido del humor, que es siempre, pienso, lo más difícil en literatura, lo que menos abunda. Porque todos hacemos una puta gracia de la hostia, por absurdos y por ridículos, pero no cualquiera está dotado para hacer reír y sonreír. De puta madre.

agosto 12, 2010

Bolaño en el castillo



Pienso en Bolaño y me lo imagino, una de dos, o bien en la garita del camping aquél de Castelldefells en el que languideció no poco tiempo, aprovechando las horas de un trabajo alimenticio y servil para escribir como un poseso, o bien delante del computador, pero no para escribir, sino concentrado en una virtual Stalingrado, pugnando por romper el cerco táctico que significó el principio del fin del Tercer Reich. Como escritor en estado nocturno y salvaje o como wargamer. No pienso en ningún Bolaño distinto de esos dos...

No hace mucho, mientras mis tropas de élite panzer eran inmisericordemente aplastadas en un infructuoso intento por retomar Carentan, me pregunté en voz alta, desesperada, vencida, que qué coño hacía yo allí, a mis treita y pico tacos, jugando a alargar la vida del Führer mediante soldaditos de plástico a escala 1:72, y J., que era quien tenía en ese momento enfrente y venía de finiquitar lo poco en pie de mis tropas con su último ataque paracaidista por el flanco izquierdo, contestó: "no suele ser ni una fascinación por lo nazi ni una obsesión militarista, es más la erótica del 'y si...', ¿sabes?, cambiar el curso de la Historia, triunfar donde fracasaron Napoléon primero y Hitler después". O lo que es lo mismo. Tener el cerebro del millón de dólares por sesera.

En la línea abierta por Marcel Schwob con Vidas imaginarias y culminada por Borges —Historia Universal de la Infamia, Pierre Menard— y Stanislaw Lem —Vacío perfecto, Magnitud Imaginaria, Golem XIV—, La Literatura nazi en América es un arranque sorpendente de metaliteratura anticipativa: vidas inventadas que, no obstante, podrían haber sido o aún pudieran ser. El apócrifo desfile bio-bibliográfico de un sinfín de ficticios escritores infames que no necesitaron de la victoria nacionalsocialista para dar al mundo una obra de discutible moral, aunque no por ello de necesario demérito literario. Un reverso tenebroso. Porque aunque los "escritores nazis" de Bolaño no existan —o aún no se hable de ellos— no quita que sí exista —y se lea a— Tom Clancy, por un poner ejemplos vergonzantes.
Sorprende para bien que Bolaño leyó a Phlip K. Dick y su Man in the high castle y sorprende aún más que conocía el Iron Dream de Norman Spinrad, dos clásicos del género en el que el Tercer Reich y la idología nazi, por esos azares de la ucronía, acaban campando a sus anchas por el mundo. De hecho, la literatura de ciencia ficción y las novelas populares de a duro están omnipresentes en todo el libro, como una debilidad insoslayable. De todos modos, su manual de literatura nazi no es, como aquéllas, una historia alternativa, no es un qué se habría escrito en una versión de Universo en el que Hitler gana la partida, la nómina de escritores depravados de Bolaño lo es, depravada y abyecta, aunque no necesariamente indigna, precisamente porque se desarrolla en la clandestinidad del oprobio al vencido.

Es este el libro de un Bolaño tan a partes iguales narrador como wargamer, tan estudioso y amante de la literatura como de la Segunda Guerra Mundial y el malditísimo siglo XX. Escritor y General en uno, estoy seguro de que con ningún libro suyo se divirtió tanto como con éste: el caso era manejar —y desmadejar— vidas al antojo, ya fuesen éstas vividas o ficticias. El juego de siempre, que todo lo valida. Ser, una vez más, el Gran Titiritero. Tener por sesera el cerebro del millón de dólares que engendra los hilos del mundo.




agosto 03, 2010

De aquí parte la simetría


De repente vino el tipo aquél, Aristóteles, y soltó toda la inmunda parrafada, que si el camino del exceso, que si el camino del defecto, que si el camino de enmedio, bla, bla, bla, y aquello fue ya la semilla de la pifia suprema. Hace tiempo que he perdido el norte de mis desvaríos, eso seguro, y así no hay escritura ni subliteratura que se avengan a rumbo; la puerta del folio —la pantalla— en las narices, eso por no mencionar que a estas alturas de día —de noche— el cerebro me pide para ponerse en marcha mucho más azúcar del que mi dieta está dispuesta a ceder: pocos absurdos más colmo para cualquier pluma con arrestos que tornarse light. Me cago en la leche. Antes era el sexto hombre de un equipillo de tercera, ahora ya ni siquiera se puede decir que chupe banquillo, me llaman de tanto en tanto, cuando les falta gente y no llegan al número, para que figure en acta, poco más. Por eso me debato entre antagonismos de frenética raigambre como ese espectador de fórmula uno en que todo es pose y mostaza de perrito caliente en la comisura de la bocaza: como él, parpadeo atónito entre ensordecedores trallazos multicolor deslizándose a mi vera para después tirarme el moco y dármelas de turista moderneta, hondeando en el aire mi entrada como si fuese la bandera de una nación superior, con la que ni los klingon se atreverían... Es un decir. Pero sí, leer simultáneamente a Umbral y Marías por fuerza te ha de florear de hongos la cabeza. Con Marías compruebas que se puede y que además es lícito, que se puede hacer interesante un argumento aun escribiendo en modo tostonazo. Encima aprendes un buen fajote de palabras que ni sospechabas que estaban en el Diccionario. Umbral, por supuesto, es la Antártida de esa antípoda, una australidad negativa: que se puede escribir como los chorros del oro, a las mil maravillas —un topicazo más y hasta censuraré que no me disparen—, viniendo a explicar, en puridad, poco más que una mierda. Y te regalas, además, por el mismo precio, la vista y el hozico del morbo con un montón de increíbles palabros que tantos no querrán jamás que figuren en el Diccionario... La tele. La turba. Los caramelos sin azúcar. Las tetas con silicona. Los mundiales de fútbol en pago por visión... Cebos para una medianía menstruando tibieza. El primero que esté libre de culpa que monte una guerra.

Imagen: elreydespaña


julio 30, 2010

¡A la mierda, Bailey!



Hay que ser muy bueno en lo tuyo para sacarse de la manga una novela como Huérfanos de Brooklyn. Si además se da el casual de llamarse Jonathan Lethem y ser, en efecto, Jonathan Lethem, entonces eso es ya determinante. Al resto de mortales sólo le queda ponerse a leer. A maravillarse y carcajearse a mandíbula batiente. Porque sí, hay que ser muy bueno en lo tuyo para sacarse del magín ese personaje irrepetible que es Lionel Essrog, huérfano de Brooklyn, hombre de Frank Minna, aquejado de Tourette, cáustico fantoche, Philip Marlowe de pacotilla, lector impenitente, ingenuo de genio tan autista como solipsista y, finalmente —pero no por ello menos importante—, buenazo de corazón romántico y bonachón mil veces pisoteado. Decir que Huérfanos de Brooklyn, antes que una vuelta de tuerca a la géneo policíaco, es más una novela policíaca zurda, no viene a cuento —aunque sea cierto—, porque aquí lo en verdad importante, la literatura y la escritura de muchos kilates, son el discurso y el discurrir ecolálico de la conciencia de Lionel Essrog. No importa que a buen seguro el contenido de la mente de un afectado de Tourette fuese prácticamente intranscribible a páginas impresas. Lethem consigue que Essrog parezca verosímil, consigue convertirlo en narrativa. Consigue que funcione, no sé cómo demonios, pero vaya si funciona. La realidad y la medicina están de más.


Resulta difícil no recalar en John Kennedy Toole y su conjura de necios. Ignatius Reilly y Lionel Essrog te ganan el alma y la carcajada de la mano del patetismo enternecedor. Si la novela de Toole es superior a la de Lethem sólo se explica porque aquélla tiene toda una cohorte de personajes memorables mientras que Lethem sólo nos regaló a Essrog y su verborrea. Léanla, copón, sólo el primer capítulo ya tendría que analizarse en las universidades de un mundo que jamás será éste.


julio 25, 2010

La élite de Salter



James Salter escribe tan bien que lo mataría. Es envidia sana, claro... o algo así. El caso es que La última noche vuelve a ser otra pequeña colección de relatos magistrales, del primero al último, como ya lo fuese Anochecer. La sutileza con la que Salter maneja las transiciones de tiempo y acción en sus historias es de esas cosas que parecen, vistas, leídas desde fuera, muy simples de ejecutar, pero que sin embargo sólo están al alcance de unos muy escasos talentos. La hondura de sus retratos de las relaciones humanas, la profundidad de su ojo vivisector, es otra gran capacidad difícilmente imitable. No es sencillo captar de una forma tan nítida la doble baraja con la que suele jugar el amor entre dos personas: su inasequible belleza pero a la vez, también, lo acre y doloroso que puede llegar a convertirse en el momento más inesperado. Como una orquídea silente y dormida que en un segundo te atrapa y digiere. El amor en James Salter es eso, una planta carnívora en pos del corazón humano, siempre el más débil, que es siempre el aún enamorado. Relaciones tempestuosas que son o que fueron, a mitad de camino entre una vida inundada de recuerdos y la enfermedad que trae el ocaso, los cuentos de La última noche revelan la asunción del ciclo vital, la inevitable madurez, pero a la vez una madurez rebelde, que renuncia a doblar la rodilla, no quiere aceptar o acepta a regañadientes la posibilidad de que, tal vez, lo mejor de la vida ya se ha consumido, de que tal vez no habrá una última oportunidad de volver a brillar. Una suerte de relampagueo acerado, la mirada desafiante y rabiosa en las escaleras al sótano de la muerte...

Salter comparte trono con Raymond Carver en lo más alto de la narrativa corta norteamericana, muchas veces incluso lo supera, pues su habilidad para la concisión y la elipsis se me antojan inigualables; pero Carver compensa esta distancia con verismo, con instantáneas de realidad que Salter no puede o no quiere siquiera concebir. Los personajes de Carver son gente ordinaria, perdedores del día a día como los hay a patadas en la vida con sólo levantar una piedra. Los protagonistas de Salter, en cambio, son siempre una élite de desahogados económicos e intelectuales que nunca pronuncian una palabra fuera de lugar porque ni su vocabulario ni su cultura son de este mundo. Una raza de superhombres extraordinarios que liberados del esclavismo de una vida mundana y servil pueden dedicar toda su energía al cultivo de la intelectualidad estética y las pasiones destructoras. En tanto los personajes de Salter se debaten desesperadamente por una nueva oportunidad para vibrar, sentirse felices y únicos, los de Carver malbaratan su existencia sabiendo que eso de "brillar" es siempre algo que les sucede a otros.

Salter se disfruta como una sala de museo, Carver como una atracción de espejos deformantes.



julio 21, 2010

La Legión de los Idiotas




Todo y ser una novela memoralística sobre la Primera Guerra Mundial, en Un año en el Altiplano no son recurrentes los pasajes de absurda masacre; las grandes masas de hombres al asalto con la bayoneta calada que terminan, sí o sí, desventrados en Tierra de Nadie, a los pies de la trinchera enemiga o la propia, o semienterrados en el fondo de un cráter de obús. Algo hay de todo eso, por supuesto, pero queda claro que a Emilio Lussu le pareció mucho más importante retratar a fondo el que él mismo creía, a buen seguro, el verdadero mal, MAL con mayúsculas, de todo aquel asunto. Mucho más terribles que la sangría y la matanza de aquellos hombres, más terrible aún que el propio sinsentido de la guerra, fueron, nos quiso decir Lussu, sus mandos; los generaluchos y comandantitos que se servieron del pretexto de la guerra para, mediante su ineptitud, su altanería, su ceguera, propiciar dichas masacres. Hombres que no tuvieron el menor escrúpulo en enviar a la muerte a miles de soldados por la simple ambición de un asecenso o una medalla, y que a la postre sólo conseguieron, una y otra vez, miles de vidas sacrificadas por apenas un palmo de tierra ganada al enemigo, las más de las veces ni siquiera eso. Aquí se hace inevitable recordar la figura del General Paul Mireau de Senderos de Gloria. Claro que donde Stanley Kubrick era trágico Emilio Lussu es irónico; evidencia la incompetencia y la tiranía de los mandos del Ejército, cualquier Ejército, a través de la humorada y la caricatura. Y he ahí el gran acierto del libro, introducir la sorna y la sonrisa cómplice en un escenario tan luctuoso como el de la guerra. Hasta tal punto que en ocasiones uno tiene la sensación de que se está asistiendo a la representación de una opereta con las trincheras por decorado, y que cada vez que aparece un tipo con la pechera floreada de galones, el uniforme inmaculado, se sabe que el bufón acaba de entrar en escena y que el catálogo de sus ridículos y payasadas es inagotable. Lástima es que cada una de esas bufonadas acabase por costar la vida de tantos hombres que no tuvieron la oportunidad ni de reír los últimos ni reír mejor. El pez grande se sigue comiendo al chico, por más que aquél sea un redomado estúpido.