Resistencia en el flanco débil

septiembre 28, 2008

‹‹Shangai Jim›› y su último saludo en el escenario



Probablamente éste no sólo será su último libro, también es el menos ballardiano de toda su bibliografía. El de Ballard fue siempre el territorio de la ficción y este Milagros de vida pretendía ser una biografía, el relato, esta vez sí, veraz de su vida, o al menos de los momentos que el autor creyó decisivos en su vida. Y si algo le queda a uno claro después de leer este libro, esta autobiografía que no es una autobiografía, es que Ballard no es uno de esos escritores cuya vida se antoja más interesante que sus ficciones. Todo lo contrario. Ballard siempre fue un hombre normal, de aspecto incluso, si me apuráis, del todo ordinario, que albergó, no obstante, una de las imaginaciones más inquietantes y potentes de su tiempo. O tal vez fue al revés, una imaginación portentosa y visionaria encerrada en la carne y los años de un hombre de lo más corriente.

La imagen es chocante, la leyes no escritas del tópico y de la apariencia dictaban que el creador de las obscenidades psicótico-mécanicas de Crash debía ser –o al menos semejar– una especie de perturbado autodestructivo, de ojos desorbitados y mirada huidiza, al más puro estilo Charlie Manson, pero Ballard, más allá de sus ficciones, destacó por ser una persona discreta, volcado en su vida familiar.

El mayor interés de Milagros de vida sea seguramente ese, el de mostrarnos cómo ese hombre sencillo, en muchos aspectos superficiales quizá hasta anodino, pudo sacarse del magín libros tan perturbadores como Crash o La exhibición de atrocidades, al tiempo que luchaba por sacar adelante tres hijos sin madre –fallecida muy joven– en el marco de una Inglaterra sin rumbo, en busca de su identidad perdida tras la Segunda Guerra Mundial.

Digo que no es una autobiografía y creo que digo bien, su verdadera autobiografía –con ciertas licencias dramáticas– ya la escribió Ballard en dos volúmenes excepcionales, El Imperio del Sol y La bondad de las mujeres –ambos recientemente reeditados después de llevar algunos años agotados–, novelas de ficción a la par que bellísimos testimonios de vida. En este sentido, pues, Milagros de vida no nos ofrece prácticamente nada que no esté ya en esos dos libros –a excepción de su enfermedad y la sobria asunción de una muerte que sabe a la vuelta de la esquina–, erigiéndose más bien en una suerte de regalo –a sus tres hijos primero, a su pequeña legión de lectores después–; ese último saludo en el escenario antes del fin, cada día más próximo.

Milagros de vida es un muy rápido repaso a los picos de un encefalograma que se sabe justo a un paso del abismo, los hechos y escenarios clave que derivaron en que Ballard acabase siendo el Ballard que efectivamente hemos conocido. Su infancia en Shangai y los años de reclusión en el campo de prisioneros japonés de Lunghua; su paso de la infancia a la adolescencia en medio del horror de la guerra mundial tuvo una importancial capital, siendo hasta tal punto así que el propio Ballard reconoce que toda su obra de ficción posterior no fue más que un intento subconsciente por recrear aquella época y aquellos lugares, Shangai, Lunghua, las penalidades y horrores que nunca dejó de sentir como su verdadero hogar. Motivo por el cual toda su vida posterior, ya en Inglaterra, fue la de un exiliado que nunca encontró su lugar. Se trata del mismo desapego que le permitirá convertirse en un gran crítico para con la sociedad británica de la época, todavía atascada en los sueños de un imperio que se desintegraba por momentos, y atada siempre a las ridículas convenciones y lugares comunes de un modo de vida que apenas si había cambiado desde los tiempos victorianos, a pesar de dos guerras mundiales, inmersa en la Guerra Fría y la escalada nuclear.


"Me obsesionaba la conflictiva percepción que tenía de mi persona, y me animaba a pensar en mí mismo como un forastero y un inconformista de por vida. Seguramente eso me llevó a convertirme en un escritor dedicado a realizar predicciones y, si es posible, a provocar cambios. Creía que lo que Inglaterra necesitaba urgentemente era cambiar, y lo sigo creyendo".

Tambén tuvieron un peso específico notable su primera formación como estudiante universitario de medicina y su posterior experiencia como piloto militar de la RAF en Canadá, ambas esenciales para conformar la mente que años después diseñaría las pesadillas eróticomécanicas de Crash o escenarios desolados como los descritos en La sequía o Mundo de cristal. Destacan con luz propia sus vivencias en las salas de disección de cadáveres de la facultad de medicina, merced a las cuales descubrió hasta el último de los recovecos de la anatomía humana, mientras daba pábulo al pensamiento de que aquellos cuerpos sin vida, a su manera, seguían viviendo, sostenidos por el formol y las atentas miradas y aún más precisos cortes de los cirujanos del mañana.


"Los años que pasé en la sala de disección fueron importantes porque me enseñaron que, si bien la muerte es el final, la imaginación y el espíritu humano pueden triunfar sobre la propia disolución. En muchos aspectos, toda mi obra de ficción constituye la disección de una profunda patología que había presenciado en Shangai y más tarde en el mundo de posguerra, de la amenaza de la guerra nuclear al asesinato del presidente Kennedy, de la muerte de mi esposa a la violencia que sustentó la cultura del ocio de las últimas décadas de siglo. O puede que los dos años que pasé en la sala de disección fueran una forma inconsciente de mantener Shangai con vida por otros medios".

Otro suceso fundamental; la trágica muerte de su esposa, que provocará un cambo radical en el rumbo y los temas de la ficción ballardiana, alejándose de las catástrofes de ciencia ficcíón para adentrarse de lleno en la psicopatalogía de la sociedad de masas; llega el momento crucial, los años de La exhibición de atrocidades y la gran trilogía urbana: Isla de cemento, Crash y Rascacielos. Y mientras da forma a estas pesadillas de locura y aleación, Ballard se convierte en padre y madre de sus tres hijos, auténtico motor de su vida hasta hoy, esos "milagros de vida" del título, a quienes dedica las que serán sus última líneas.

En la década de los 80 Ballard alcanza fama internacional gracias al éxito de su novela sobre la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, gracias a la adpatación que de ella hizo Steven Spielberg. Jamás ha de tener tantos lectores como entonces, muchos de ellos, si no la mayoría, ni se asomarán al resto de su obra de ficción o bien saldrán de ella despavoridos, incapaces de asimilar que la misma pluma que firmó una noevela tan sutilmente bella como El Imperio del Sol fuese también responsable de la mórbida y cuasi pornográfica violencia silenciosa que destilan todos los párrafos de Crash.

No obstante, más importante que cualquiera de sus éxitos, la posibilidad de volver a Shangai después de cincuenta años de ausencia se presenta como la última prueba antes de dar por concluido su periplo vital. Este reencuentro se produce en 1991, enmarcado en el rodaje de un documental sobre su obra, rodado por la BBC –al calor, ironías de la vida, de su éxito masivo con El Imperio del Sol y su secuela, La bondad de las mujeres–. Ballard regresa al hogar del que su mente nunca llegó a escapar, territorios físicos, la Shangai y el campo Lunghua actuales, que ya apenas corresponden con el mental del escritor. Pese a todo, la experiencia acaba siendo catártica.


"Shangai se había olvidado de nosotros, del mismo modo que se había olvidado de mí, y las destartaladas casas de estilo at déco de la Concesión Francesa formaban parte de un decorado abandonado que estaba siendo desmontado poco a poco (...) Diez minutos más tarde llegamos a las puertas del antiguo campo de Lunghua, el actual Instituto de Enseñanza Secundaria de Shangai (...) y todas las habitaciones se encontraban cerradas con llave salvo la antigua habitación de los Ballard, que ahora era una especie de basurero. Había un montón de desperdicios, cual recuerdos desechados, metidos en sacos entre los armazones de madera de las camas donde mi madre había leído Orgullo y prejuicio por décima vez y yo había dormido y soñado. El campo de Lunghua estaba allí, pero no estaba. Llegué al aeropuerto de Heathrow sintiéndome mentalmente herido pero renovado, como si hubera realizado el equivalente psicológico de un viaje de aventura. Me había acercado a un espejo, había aceptado que era real a su manera, y luego lo había cruzado hasta el otro lado. Los siguientes diez años se cuentan entre los más satisfactorios de mi vida".
¿Cuántos lectores de Milagros de vida se acercarán tras su lectura a un libro como El Imperio del Sol? Puede que unos pocos, es un libro tan bello como brutal, además de impecablemente escrito. ¿Y cuántos de estos se entregarían a Crash? Más que probablemente, unos muy pocos, lectores desprejuiciados y de miras tan anchas como un paraje desolado, con un altísimo componente de audacia en sus mecanismos psicológicos. Crash, a su manera, está tan impecablemente bien escrito y es tanto o más bello y brutal que el mejor de los textos ballardianos, pero requiere además un acto de fe por parte de lector, un salto al vacío, del otro lado del espejo, de imprevisibles consecuencias, al que no todos están dispuestos.

Ballard acaba aquí, pero el paisaje ballardiano no ha hecho más que comenzar...

septiembre 11, 2008

El Apocalipsis es un plato que se sirve... a los cretinos

—¡Eh!, un momento… Tu jeta me resulta familiar.
—¿Sí?
—Sí…
—Vaya.
—¿Nos conocemos?
—No sé, yo soy Chufflo, ¿y tú?
—¡¿Qué?!
—Eso.
—Estás pirado, tío. Yo soy Chufflo.
—¿Sí?
—Sí…
—Vaya.
—¿Qué coño quieres decir con “vaya”, ¿eh? A mí no me jodas con “vayas”…
—Está bien.
—No obstante, he de reconocer que tu puta cara es mi puta cara…, y eso me cabrea.
—Ya te lo dije.
—¿Me dijiste qué narices?
—Que soy Chufflo.
—¿Y yo?
—Tú también.
—¿Y cómo coño se come eso?
—Los hadrones.
—¡¿Qué?!
—Hadrones.
—No sé de qué maldita cosa me hablas, tío.
—Bueno, los hadrones, cómo decirlo, son como…, bueno, van y vienen y eso, ¿no?, y…, luego…, perooo, no se ven, lo cual es toda una tocada de huevos…, por eso hay que sacarlos a la superficie, y bueno..., ya después todo se junta, aquello y lo otro y lo de más allá y bueno… En fin…
—¡¿Qué?!
—Tú quédate con un par de conceptos: envidia y complejo de inferioridad. Ahí está todo.
—Creo que te voy a dar un par de hostias, mano abierta, nada personal…
—Joder, tío, cualquiera diría que eres yo… Dios juega a los dados, ¿no?, ¿hasta ahí llegas?... Bien, pero el hombre ni siquiera es barro, ni tan siquiera lapo de los dioses, es caca, larva fecal; por eso tiene envidia, por eso mismo también complejo de inferioridad. Así que se pone a jugar a las canicas. Por despecho. Por cochino rencor. A ver si así lo manda todo a tomar por culo. Los hadrones son sus canicas, sus balas; la ruleta rusa de un niño pobre al que nunca compraron dados.
—¿Y entonces?
—Entonces nada, si tú estás aquí y yo estoy aquí es que se acabó la partida.
—Pues yo he quedado a las nueve con una piba del gentemessenger, es más fea que el pecado, pero dice que si le invito a marisco me la chupa.
—Te jodes.
—De todos modos no acabo de ver la situación.
—Un agujerazo negro.
—¿Negro?
—Del todo. Los hadrones se han petado el cacas entre ellos y ahora tu universo está abismándose sobre mi universo. Pero sólo puede quedar uno.
—¡Coño!, como en Los Inmortales...
—Más o menos.
—En ésa estuvo fino el Christopher Lambert, ¿eh?
—¿Lambert? ¿Quién demonios es ese hijo de puta?
—Ah…, claro, ya entiendo. El Agujerazo Negro.
—El mismo.
—Pero hay una cosa que no entiendo…
—(Díos mío…)
—Si es agujerazo y es negro, cómo es que todavía seguimos aquí tú y yo, dándole a la sin hueso.
—Bueno, en realidad es bien fácil, hay que partir de la certidumbre de que los físicos de tu universo no tenían repajolera idea de una mierda. A partir de ahí, bien, comencemos de nuevo: un agujerazo negro es como cualquier sumidero de este y cualesquiera otros mundos, o mejor, como un culo, un ojal de yack. Evacuar el intestino no es cosa de un nanosegundo, no señor. Ahora mismo tu universo es una enorme bosta de masa y energía, descolgándose morcillesca desde el orto hadronero hasta mi puñetera dimensión. Que alguien o algo tire de la cadena es sólo cuestión de tiempo.
—¿Y entonces cómo acaba la cosa?
—Uno de los dos debe comerse al otro.
—¿Quieres decir en plan antropófago, Humberto Lenzi y todo eso?
—No, sólo a nivel simbólico y molecular.
—Joder, qué putada… ¿Ya te dije que esta noche me la mamaban?
—Te jodes.
—Eres un cabrón.
—Lo sé.
—…
—(imbécil…)
—¿Sabes qué? Creo que me estás tangando, me quieres empapelar… ¿Cómo sé de verdad que eres Chufflo?
Soy Chufflo.
—A ver, demuéstramelo, cágate en todo…
—Mendiós!
—No, así no, pedazo de marica, así: MENDIÓS!!!
MENDIÓS!!!
—Mierda, pues sí que eres Chufflo.
—Te lo dije.
—¿Y no divergemos en nada?
—Sí, yo tengo un miembro viril de 27 centímetros de longitud, así como cierta dificultad para pronunciar la elle.
—Conque la elle, ¿eh?
—Esa misma.
—Di “arroz con conejo”
—Arroz con conejo.
—¡Anda!, pues es verdad…
—(idiota…)
—¿Y entonces ahora qué hay que hacer?
—Nos la jugamos.
—¿A cervezas y salchichas?
—Lo siento, Bud Spencer todavía no ha nacido en esta dimensión, y su madre que se alegra, oye.
—¿Y entonces cómo?
—Ahora mismo no se me ocurre nada.
—¿Y por qué no un duelo de chorras? Tal vez sea cierto que te llega al ombligo, cabrón, pero yo la tengo como vaso de cubata.
—¿Como Nacho Vidal?
—Ah, pero conocéis aquí al Nachete…
—Es ministro de Sanidad.
—¡La hostia!
—De todos modos no puedes sacarte la minga en público, este universo es un estado policial.
—Joder… ¿Y entonces qué coño?
—Y digo yo, porque no nos vamos a tomar unas bravas al bar de la esquina, hacemos tiempo hasta que el chorongo se desoville y dejamos que él decida…
—Me parece una idea de putísima madre, tú.
—Pues vamos.
—¿Sabes?, creo que este puede ser el principio de una chuffla amistad…
—¿Querrás decir el final?
—¡¡¡Ouch!!!

septiembre 01, 2008

Le petit déjeuner

Despierto de un sueño demente a la par que lucrativo, en él, cada vez que desfilaba una tipa jamona ante mis ojos libidinosos, o bien albergaba en mis adentros perineales un pensamineto húmedo y casi tumescente, va y me salían los tres jackpots en la tragaperras de la duermevela, que acto seguido procedía a soltarme mil sonoras pesetas, en monedas de a cien de las de antes, cuando había rubias. Me froto los ojos empegotados de legañas y me paso la diestra mano por la cabezorra, de atrás adelante, de alante patrás, como calibrando la resaca, gesto que no sirve para una mierda pero que es en sí mismo asaz peliculero a la par que chorras, y que únicamente se aprovecha en su ciento por ciento de inutilidad cuando lo alto de tu mollera culmina en frondosa cabellera de pelardos. Al final no me queda otra, tomar consciencia y mando de la situación: "¡Coño!, pero si sigo aquí...": la puta vida esta.

Desayuno café solo con almendras. Lo del café sólo observa su justificación en que el culillo de leche que me quedaba en el tetrabrick de la vaca rijosa está agrio, grumoso, como lefa frita de calor sobre el salpicadero de un simca 1000 abandonado en lo peor del desierto de almería, justo allí donde casi la casca el bueno de Eastwood, que de bueno nada, que era tan cabrón como el resto; la suerte que tuvo el tipo es que pasaba del metro ochenta. Lo de las almendras, en cambio, no tiene conexión alguna con que no me saliera de las pelotas comprar galletas ni madalenas ni tostadas con la mermelada ya untada de fábrica, lo último en chifladura alimentaria. Simplemente me gustan las jodidas, malditas, calóricas almendras. Así que las desayuno. Y punto.

Salgo. Bajo las escaleras. Una maruja haciendo la escalera, es decir, fregando la entrada del edificio, y cuando digo "maruja" lo que en realidad pretendo es precisamente esto: ahorrarme el tener que describir que es una analfabeta de pueblo, orillados los 50, escarola horrífera y teñida coronando su testa, cara de bolso, alma negra de mazapán carbonizado tras treinta o más años de trabajo cabrón y servil. Le piso el suelo recién fregado al pasar, qué remedio, pero ella no levanta la cabeza, sigue a lo suyo.

Pero mierda, me he dejado el móvil arriba, vaya por dios. ¿Debería subir? Nunca me llama nadie, es cierto, pero quién sabe. Miro la calle, hoy pintan bastos en el cielo... Doy media vuelta y subo: vuelvo a pisar lo fregado. Sin comentarios por sus partes.

Ya estoy de vuelta, móvil en el bolsillo. Nuevamente en la entrada y de nuevo mis huellas en el suelo húmedo. La chacha no chista mueca. De inmediato pasa la fregona sobre mis zapatos recién impresos por segunda vez en su barniz de lejía.

Pero, uy, me he dejado el cargador del teléfono y lo llevo con apenas un hilillo de batería. Debería recargarlo en el curro, por si aquello de que va y alguien se le rompe una tripa y del cielo llueven chuzos de puta —sí, leyeron bien, de puta, de PUTA y no de punta — y hasta, quién sabe, va y recibo una triste llamada...

Voy por él. Pasos que dejan huella los míos, todo un carácter mi menda. A la ida nada pero a la vuelta, quiero decir a la bajada, ya con el cargador en la bolsa, la mujerona me mira no sé bien si con odio o con asco, o con algo intermedio, monstruoso e informe, cruce contra natura de ambos, cuyo apelativo nominal me habría de entretener en buscar cualquier día de estos en el María Moliner.

Me piro, me piro, ya llego tarde veinte minutos, pero, uy... ay... ¡rediós!... que me entra, que me entra... que de pronto me estoy cagando almendras afuera, como puños de Mazinger, lo que se dice a base de bien. Me he puesto que rompo aguas y me viene de cabeza el truño grandón y retortijero.

Subo corriendo antes de que se me escape pierna abajo "la criatura" y, claro, vuelvo a pisarle a la pobre desgraciada el suelo bañado inundado en desinfectante barato..., pero bueno, pienso mientras asciendo escalones a ritmo de tres por zancada, mejor eso que dejarle allí plantado todo un señor Mojón, Rodin en potencia, ¿no?, todo él escultura perecedera, monolito apestador.

Lo hago. Me refiero a cagar. En mi casa. Mi inodoro. Luego tiro de la cadena. Floooossshhhhh... En el curro me crujen fijo, pero qué voy a hacerle si me viene de improviso el momento "olbrán". Bajo otra vez, todo descanso y cara de ancha felicidad, tan grande ha sido el muerto que me he sacado de encima. Me dejé vacío, talmente sin mierda en las tripas, que diría el Monterito Glez. Ufff. Como éste ya se van viendo pocos...

Vuelvo a pisar: "¡¡¡¡Pero hay que ver que está el mundo lleno de hijos de la gran putaaaa, ehhhhhh!!!!... ¡¡Y no se acaban, no, no se acaban!!", pero claro, esto lo escribo yo así de bien y sin faltas porque soy un tío con educación y estudios y me falta sólo una desde hace tres años para ser licenciado, que la tía bestiaja me lo suelta más o menos de esta guisa: "Pero ay que vé questá er mundo yeno dihjo de la gran putaaaaaaa, eeeeeeee!!!!... y nosacabanno... nosacabannnn!!".

"Cuánta razón tiene usted, señora mía, no sabe usted cuánta", le respondo, pronunciado lo cual tengo a bien desaparecer por el resto del día. Y en verdad que razón no le faltaba a la bendita.