Resistencia en el flanco débil

enero 30, 2004

El huevo del absurdo

Esas ocasiones en las que el absurdo intenta colarse en nuestra vida como los vientos racheados que en las mañanas invernales nos empujan y zarandean, nos abofetean la cara, los ojos con latigazos de hielo. Probablemente su objetivo no sea otro que conseguir que les abramos las puertas, instalarse en nosotros para siempre o, quizá, aún peor, infiltrar en nuestro seno, como el cuco embaucador y miserable, su huevo del absurdo, hecho de una cáscara tan blanca como la misma nada, y en cuyo interior palpita el polluelo de la carne del sinsentido y las plumas del hastío. Con ello conseguiría hacernos padres de nuestra propia postración, que la sintiésemos sangre de nuestra sangre, toda nuestra; que nos enorgulleciésemos de ella, la amásemos como ama la parturienta que por vez primera abraza y primera vez besa el fruto recién caído, maduro, de su entraña y de su dolor.

Una vez invadidos, contaminados al fin y para siempre por el germen de lo inane, de lo insustancial, seremos proclives a levantar gozosos las barreras a tantos otros males dada nuestra orfandad de asideros y motivaciones, nuestra carencia de aspiración, direcciones que tomar. Y así la cotidianeidad matará el impulso espontáneo, el tedio acabará con la imaginación y la angustia traspasará nuestra capacidad para el ensueño. Y desde ese mismo instante la apatía y la alienación subrepticias estarán tan al pie de nuestra muralla
que podrían llegar incluso a regir nuestros actos, determinar nuestras decisiones. ¿Por qué preocuparse por nada de este mundo si nada hay en él que tenga un sentido, que grite pidiendo mi auxilio, que me susurre: “aquí y ahora... sólo a ti... te necesito...”

Silencio…Cósmico. Inescrutable.

El viento es fuerte, incólume, nos quiere arrastrar al abismo del vivir sin vivir; del vivir transcurriendo, vacíos, la cabeza gacha, pero él sólo es viento y nada más que viento, nunca podrá ser carne que muere; o huesos que dice basta, con un chasquido; o alma que se derrama; o corazón, que desea y es deseo y cada instante sueña que no es ni padece en vano… Su absurdo será quizá aún mayor si conseguimos echarle en cara todo eso: viento inútil, viento en balde, viento muerto.

Así, cuando el viento estéril arrecie; cuando se lo pase en grande jugueteando conmigo, llevándome de acá para allá, arañando mi rostro con esas duras garras moldeadas en vacío; cuando intente con ellas abrirme los labios cerrados y la boca cerrada y colárseme dentro, en esos segundos, cuando esté y me sepa solo, conmigo y sólo conmigo en toda la vastedad del cosmos, pensaré en tus ojos, grandes, tan preciosos, de ese color marrón ambarino que aún no tiene diccionario, hay que inventar un color nuevo un nombre nuevo, para darle voz e imagen; describirlo. Y debajo de ellos tu sonrisa, sincera, que todo lo abre y lo pinta, sinfónica, borrando con su paso de bronce las gamas de grises. Ese algo irrepetible y singular para el que me faltan todas las palabras… Cómo puede existir algo así, ahí, a tan pocos metros, respirando, moviéndose, llorando cuando toca, riendo cuando no, luchando como luchamos todos, y pensar y creer al mismo tiempo que no hay sentido, que no hay tiempo ni lugar, ni cuerpo ni acto por el que mover un dedo; que todo sea marasmo…Es imposible. Yo al menos no puedo. De modo que aprieto los puños y aprieto los dientes hasta conseguir de mis labios mordidos una primera sangre.

Y huye el viento ante ese rojo de mi coraje como huiría un fantasma recién conjurado. Como huyen todos los que son cobardes. Volverá, sin duda, a intentar el asedio. Batalla que durará tanto como permanezca ella dentro de mí, así, como es y la siento y la quiero vivir. Batalla que perderé, en consecuencia, algún día, ya que todo en nosotros es marcesible, transitorio, y no fuimos hechos para durar. Pero para ese entonces habré terminado mi ciclo, que será lo mismo que poder decirme que la mía no fue la historia de un río que desembocó al fin en el mar, simplemente transcurrido...


Imagen: René Magritte

enero 28, 2004

Divino sastre



"NAGG.- Escúchala otra vez. (Voz de narrador.) Un inglés... (pone cara de inglés, recobra su expresión habitual) que necesitaba urgentemente un pantalón a rayas para las fiestas de Año Nuevo va a un sastre, éste le toma las medidas. (Voz del sastre.) "Listo. Vuelva dentro de cuatro días, estará terminado". Bien. Cuatro días después. (Voz del sastre.) "Sorry, vuelva dentro de ocho días, los fondillos me salieron mal". Bien, resulta difícil hacer bien los fondillos. Ocho días después. (Voz del sastre.) "Lo lamento, vuelva dentro de quince días, estropeé la bragueta". Bien, la verdad es que hacer una buena bragueta es un trabajo comprometido. (Pausa. Voz normal.) La cuento mal. (Pausa. Apenado.) Cada vez la cuento peor. (Pausa. Voz del narrador.) En fin, resumiendo, entre una cosa y otra, llegó Pascua y echó a perder los ojales. (Rostro, voz del cliente.) "Goddman Sir, no, realmente eso es indecente! Dios hizo el mundo en seis días, me comprende, en seis días. ¡Sí Señor, sí, el MUNDO! ¡Y usted no tiene narices para hacerme un pantalón en tres meses!" (Voz del sastre, escandalizado.) "¡Pero, señor! Mire (gesto despreciativo, con asco) el mundo... (Pausa.) ... y mire... (gesto apasionado, con orgullo) ¡mi PANTALÓN!"


Fin de Partida
Samuel Beckett

enero 27, 2004

Amar, Matar

Amar, Matar
qué dos palabras
disímiles en carne
distintas en entraña
mas que iguales en costura
gemelas en sus caras
como polos magnéticos
de puro extremos, amantes
juntos, entrelazándose
—en nuestras almas—
dos gotas de lluvia;
lágrima, roja de rabia
caída desde tus ojos...
lágrima, sorda de Dios,
en ti desvanecida...
dos sinceras caricias de rostro;
el beso de tus labios en los míos...
el sello de la muerte en tu mejilla pálida


Imagen: Floria Sigismondi

enero 26, 2004

El vampiro de las emociones

En Soy leyenda, la mítica novela de Richard Matheson, la humanidad terminaba convertida al vampirismo, y su protagonista, Robert Neville, el último hombre vivo sobre la faz de la tierra, precisamente por dedicarse a cazar vampiros, acababa por transformarse en un monstruo para los propios monstruos, una figura terrorífica a la que los vampiros temían, de igual forma que los hombres de ayer —¿y hoy?— temieron —¿y temen?— a los vampiros de antaño. Las tornas se habían cambiado pero el esquema permanecía imperturbable.

El monstruo está en nosotros, enterrado a mayor o menor profundidad según la persona, pero ahí está, como un Hyde durmiente en espera de la mágica poción que lo haga despertar. En algunas ocasiones ese monstruo aflora, termina por emerger de las aguas de la inconsciencia tomando las riendas del individuo, y así el acre aroma del horror empieza a filtrarse por nuestras ventanas. Entonces experimentamos el miedo, el pavor; externamente, tememos por nuestra propia integridad, nos asusta la carga de muerte con la que ese horror puede tocarnos; internamente, constatamos inquietos en ese otro, ese extraño, ese monstruo, aquello en lo que todos podríamos llegar a convertirnos.



En La sabiduría de los cocodrilos, película poco conocida y bastante recomendable —cuyo final es además un nada velado guiño a la escena clave de Blade Runner, con Jude Law en un tejado inundado en brumas, salvando a su víctima en el último instante de la caída al vacío, crísticamente atravesada su mano, igual que el replicante Roy Batty, ambos tocados de muerte—, encontramos la revisión de algunos de los lugares comunes en la mitología vampírica, modernizados y puestos al día, y enfocados desde una óptica bastante atractiva. El personaje encarnado por Jude Law es, al igual que el Conde Drácula, un vampiro que desde antiguo se alimenta de la sangre de mujeres que caen en sus redes de irresistible conquistador. También como Drácula parece tener poderes y facultades sobrehumanas. Y, por supuesto, también como el noble rumano empalador, necesita alimentarse de esas mujeres, necesita de su sangre para subsistir, porque sin ella su cuerpo se desmorona, termina por sucumbir. Quizá las mayores divergencias entre ambos personajes estriben en que el vampiro del film de Po-Chih Leong, ni es un no-muerto ni tampoco la luz diurna parece producirle ningún tipo de "alergia"...


Así pues, a grandes rasgos, el Jude Law de La sabiduría de los cocodrilos podría antojársenos como una transposición relativamente innovadora de la temática vampírica clásica pero con nuevas ropas —diseño de producción y vestuario están muy cuidados, puede que hasta rozar el esnobismo, eso sí—. Pero podríamos, si quisiéramos, ir un poco más allá... Tenemos al único, al singular Law-Grlscz, un ser que de sí mismo dice: "Soy una especie única, una criatura, un cocodrilo que necesita un trabajo, que necesita una cuenta bancaria; un lugar donde vivir. Soy un error". De hecho, según su propia creencia, los seres humanos, "no tenemos sólo un cerebro, tenemos tres. Uno que es humano, montado sobre uno que es de mamífero, montado a su vez sobre otro que es de reptil". Si ignoramos las sucesivas corrientes culturales que han acostumbrado entender el vampirismo como una enfermedad de la sangre, del alma, o de la fe religiosa, podemos concebir esta nueva forma de vampirismo antes como una anomalía orgánica que como una enfermedad; es decir, una reliquia biológica. Law-Grlscz es un estadio no evolucionado o involucionado de nuestra especie en el que, en lugar de dominar el cerebro humano, domina el reptiloide; el cerebro de cocodrilo. Y, lejos de alimentarse de la sangre de sus víctimas, su comida son las sensaciones, las emociones que saborea en su sangre; desesperación, rabia, decepción, amargura, incluso amor. Quizá por esa razón, él, que es consciente de su naturaleza pero que al tiempo, como todos nosotros, no acaba de entenderla, de aprehenderla en su totalidad, cree que tomando la sangre de quien le ama profundamente por encima de todas las cosas encontrará cura a su mal. Un mal que no es tal, que no es enfermedad pues forma parte de él mismo, porque el cocodrilo es parte intrínseca de su esencia, y no hay medio de negarlo. Pero aun así él se engaña y busca la relación perfecta que lo redima, que lo salve de la maldición que es su vida. En este sentido, supongo, todos somos también, como él, vampiros sentimentales, psíquicos; buscando siempre en el otro el alivio a nuestro absurdo existencial, anhelando en él todo aquello que nosotros no podemos alcanzar ni ser, todo aquello que tal vez jamás podremos ser ni poseer. Nuestro corazón, pues, puede llegar a ser, cómo no, vampírico... monstruoso.


Por un instante podemos llegar a pensar que el amor será suficientemente fuerte, verdadero y sincero como para que el ser humano gane el pulso al reptil, pero al final el instinto de conservación de la bestia lo echa todo a perder, ganando el desafío. El Law-Grlscz, vampiro de sensaciones, asimilador de facultades, coleccionista de amantes, muere en un último intento por cazar a la rebelde presa que le permitiría sobrevivir. Al fin y al cabo ése y no otro era su destino... Como eslabón final de una cadena evolutiva renegada, su extinción era tan sólo cuestión de tiempo, y la muerte, a sus ojos, no podía ser tomada sino como una liberación.

Pero recordemos, no obstante, a Richard Matheson y su Soy leyenda. Lo que una vez fue lo normal, lo ordinario, puede llegar a convertirse en el monstruo singular y terrible; la semilla está en nosotros. El Law-Grlscz de La sabiduría de los cocodrilos fue el canto de cisne de lo que pudimos ser si no hubiésemos tendido hacia la humanidad, pero nada nos asegura que el próximo Law-Grlscz que aparezca no acabe erigiéndose en el modelo a seguir por las generaciones venideras... y así, las máscaras volverían a cambiar de rostros, pero la ambivalente esencia, mezcla de hombre y reptil, seguiría formando parte intrínseca de todos.

enero 23, 2004

Charles Bukowski... Desde el Infierno



"Nada impediría a un hombre escribir a menos que ese hombre se lo impida a sí mismo. Si un hombre desea verdaderamente escribir, lo hará. El rechazo y el ridículo no harán más que fortalecerle. Y cuanto más tiempo se le reprima, más fuerte se hará, como una masa de agua que se acumula contra una presa. No hay derrota posible en la escritura; hará que rían los dedos de tus pies mientras duermes; te hará dar zancadas de tigre; te encenderá los ojos y te pondrá cara a cara con la Muerte. Morirás como un luchador, serás honrado en el infierno. La suerte de la palabra. Ve con ella, envíala. Sé el Payaso en la Oscuridad. Es divertido. Es divertido. Otra línea más..."


El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco
Charles Bukowski





Mi particular lectura de este libro y su autor en El Sitio de la Ciencia Ficción (13/03/2003)

enero 22, 2004

Bajo el influjo de un replicante soñado



"Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad más allá de las puertas de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia... Es hora de morir".

Con este parlamento final se despedía de la vida Roy Batty, el último replicante de Blade Runner. A sus pies, contemplándolo, el cazador cazado, Rick Deckard —quién sabe si no también replicante inconsciente a su vez—. Y envolviéndolos a los dos, la noche luminosa de un oscuro futuro, y la eterna lluvia, resbalando en sus carnes, como el susurro de un dios insensible a sus hijos.





La primera vez que escuché aquellas palabras finales del replicante moribundo algo se quebró dentro de mí para siempre, tornándome de paso incondicional de su causa perdida, que también sentía mía. Aquellos eran los últimos estertores de una vida que se acababa, llena de experiencias, alegrías y pesares, luces y sombras, tan bellísima en su singularidad que no existiría nada remotamente parecido en toda la vastedad del Universo. Pero toda esa belleza moriría con él, como una burbuja reventando en el negro silencio del Cosmos.

Sólo por esto el nombre de TannHäuser de esta bitácora está más que justificado. Porque yo, en mis sueños concientes e inconscientes, siempre quise desde entonces haber traspuesto las puertas de Tannhäuser —estén dónde estén—, como quise haber transitado las amargas calles de Los Ángeles del 2019. En cierto modo todos y cada uno de nosotros no dejamos de ser replicantes. Nacidos al mundo sin más, el cronómetro se pone en marcha, y tenemos un tiempo finito para soñar, vivir... tal vez —quién sabe—, incluso amar... Con nuestra carga inasumible de interrogantes sobre nuestras consciencias... Presos del maravilloso a la par que terrible estigma de la caducidad... la finitud.


Así, porque en todos y cada uno de nosotros late un Roy Batty que implora más tiempo, que ama el vivir por encima de todas las cosas aun sabiendo que el mundo no es más que un enorme sumidero, que siente que su aliento es al tiempo el mayor de los regalos y la peor de las maldiciones, no puedo hacer otra cosa que dedicarle —y dedicarme... y dedicarnos— este primer artículo de esta, mi bitácora, a la que espero, de aquí en adelante, poder confiar mis inquietudes -culturales... existenciales... por qué no, también sentimentales- de replicante soñante y soñado.

Porque como rezaban los pensamientos de Rick Deckard tras ver morir al replicante, mientras contemplaba el huir de su espíritu al vuelo en forma de "aria" paloma: "Todo lo que él quería son las mismas respuestas que todos buscamos: ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Cuánto tiempo me queda?"